Blog de Carlos J. García

¿Subsistirá la vida privada?

Preguntar, en el sentido de pedir, exigir o demandar información directa a alguien, se está convirtiendo en una costumbre, tan generalizada, que es raro el día en que alguien extraño no nos pide información acerca de nosotros mismos o de nuestras vidas.

Se trata de una acción aparentemente simple y, aunque a veces lo es, más a menudo conlleva una mayor o menor complejidad, ya sea por el contenido por el que se pregunta, ya sea por el contexto, o, también, por quiénes sean aquellos que intervienen en el acto.

Lo primero que hay que plantearse es el asunto del derecho a preguntar de quien pregunta, y, lo segundo, por la posible obligación que recaiga sobre aquel que es preguntado. Lo cierto es que ambas condiciones frecuentemente se encuentran entrelazadas.

Además, es curioso que cuando alguien esgrime la libertad de expresión, no solemos caer en la cuenta de que esta incluye, no solo afirmaciones o negaciones, sino, también, preguntas.

Como decía antes, preguntar es demandar información de alguien, o, a alguien, acerca de algo o, también, acerca de algún tercero.

Se trata, por tanto, de interrogar para extraer información que, se supone, alguien posee, y que quien pregunta quiere que se le dé.

Ahora bien, la propiedad de la información que alguien posee, ¿de quién es?

En principio, parece que es de quien la posee, ya sea en su propia memoria, o en algún soporte material, aunque esto, no está tan claro cuando dicha información puede ser exigida, de forma tal, que quien la posee está bajo la obligación de darla.

Tal obligación es mucho más frecuente de lo que parece. Pensemos en el interrogatorio judicial de cualquier testigo; en cualquier información fiscal o de cualquier otro tipo que nos demande la administración pública; en la que nos demandan las grandes corporaciones para la prestación de cualquier servicio; en las encuestas que hacen constantemente…

En general, si queremos hacer cualquier cosa sobre la que esté cualquier poder, suele ser obligatorio dar la información que se nos exige, y, además, bajo la condición de que debe ser verdadera.

En todos estos casos, la libertad de expresión queda claramente coartada, pues estamos obligados a expresarnos.

Por otro lado, están las preguntas más famosas que son las periodísticas. En este caso, la demanda de información opera bajo otra forma de presión, aunque, generalmente más suave. A menudo, quién pregunta, acogiéndose a su derecho a informar, convierte tal derecho en la obligación del preguntado a responder, es decir, a que informe quien sea interrogado por él.

Lo cierto es que, las presiones para convertir la información que alguien guarda en su memoria, ya sea privada, particular o íntima, en información del dominio público, se están convirtiendo, cada vez más, en un riesgo para que la verdadera propiedad de la misma sea de quien la posee.

En el otro extremo de la interacción tenemos a quienes son preguntados. En este terreno hay muchos estilos diferentes en las formas de responder y, también, en las de no responder.

Por un lado, están las personas que están educadas para responder verdaderamente, a todo cuanto se les pregunte, con todo lo que sepan. La creencia más relevante que subyace a esta actitud suele ser la de que, no responder, es de mala educación o denota falta de confianza en quien hace la pregunta, lo cual puede ser ofensivo para dicha persona. Además, tales personas creen que no deben mentir en ningún caso.

También hay personas que sienten la obligación de responder siempre, aunque se reservan un cierto derecho a mentir o a no decir todo lo que saben.

Otras más, seleccionan las situaciones en las que no responder podría dar muy mala imagen, y lo que hacen es que, cuando no quieren responder de verdad, aparentan dar una respuesta, que no se atiene en absoluto a la pregunta. Este es un estilo, muy político.

También están las que han aprendido a responder a las preguntas, repreguntando ellas mismas a quienes les interrogan.

Además,  bastantes personas seleccionan responder a aquello que les interesa, y no hacerlo, cuando no les interesa, y, además, ajustar la información que emiten, también a sus propios intereses.

Por otro lado, toda esa información que se nos pide y a la que respondemos, ya sea de forma voluntaria o por pura obligación, va engrosando almacenes informáticos que no sabemos verdaderamente en manos de quienes están, ni qué pueden llegar a hacer con ellos.

Además, una atmósfera social, en la que mucha gente está pendiente de lo que hacen y dicen todos los demás, en vez de ocuparse en mayor medida de sus propios asuntos, el carácter privado de la vida de cualquiera se va difuminando, lo social se va agigantando, y los límites entre lo privado y lo público tienden a esfumarse.

Por otro lado, cada vez hay más gente de la que no sabemos nada, e, incluso anónima, que nos pide información acerca de asuntos cada vez más privados.

Fijémonos en que Manuel García Morente en su Ensayo sobre la vida privada [i], establece la distinción entre relaciones públicas y privadas, afirmando que «…pública se basa en el «no conocerse», que es conocer al hombre como si fuera cosa. La privada, en cambio, se basa en el «conocerse» dos personas, que es un conocerse esencialmente recíproco.» (p. 18)

En este sentido, el tipo de conocimiento que puedan tener dos personas que no se conocen entre sí, la una acerca de la otra, derivado de información pública de ambas, será un conocimiento como si se trataran de cosas y no de personas. ¿Qué otro tipo de información puede residir en un ordenador que no sea la referida a meros objetos?

La cuestión es que la información no es lo mismo que el conocimiento, que el conocimiento de cosas, no es lo mismo que el de personas, y que, si se borran los límites entre el verdadero conocimiento interpersonal, que da lugar a las relaciones privadas, y la información pública, que da lugar a las relaciones públicas, se tendrá como resultado una progresiva despersonalización bastante general.

Esta atmósfera en la que predominan los grandes poderes sobre lo social, y lo social sobre lo privado, invita cada vez más a ejercer lo que se conoce como un mutismo de elección, de forma generalizada, de tal forma que, ni emitamos información de forma espontánea, ni respondamos a pregunta alguna.

Van quedando pocas posibilidades de defensa de la vida privada, pero alguna queda. Una de ellas es que, cuando alguien nos demande, de forma inoportuna o improcedente, que le respondamos, emulemos a Bartleby el escribiente [ii] que, a toda iniciativa o propuesta que recibe del exterior responde, muy flemático: “preferiría no hacerlo”.

[i] GARCÍA MORENTE, MANUEL; Ensayo sobre la vida privada; edición de la Facultad de Filosofía, Universidad Complutense; Herederos de don Manuel García Morente, Madrid, 1992

[ii] MELVILLE, HERMANN ; Bartleby, el escribiente; Grijalbo Mondadori, S.A., Barcelona, 2000

Deja un comentario