Blog de Carlos J. García

¿Realidad o Constructivismo?

Un análisis del problema de la realidad, de su existencia, de su composición, estructura, conservación, cambio, etc., debe ser efectuado tomando en consideración, no solo las intuiciones comunes de su carácter real, a las que se han denominado realismo ingenuo, sino también, examinando los variados argumentos que la contradicen, la cuestionan o que ponen en tela de juicio esas intuiciones comunes.

En general, cuando se ha negado o se ha cuestionado su existencia se ha hecho alegando su exclusivo carácter como mero pensamiento, en el sentido de que la realidad se ha planteado como una simple idea sin ningún correlato exterior que le confiera contenido.

En el otro extremo, tendríamos la creencia de que todo pensamiento o percepción tendría su correlato en la realidad.

No conozco ningún caso en el que se haya negado al mismo tiempo el pensamiento y las cosas. La conciencia, ya sea de ideas o de cosas, parece suscitar una fuerte impresión de la existencia de su objeto.

Así que, por un lado, tenemos las ideas y, por el otro, las cosas, y se suele considerar que la realidad es primaria o aproximativamente la cualidad esencial o el conjunto de éstas.

Obviamente dicho planteamiento introduce el supuesto a priori de que hay cosas que existen y también el de que pensamos ideas, pero ¿puede cuestionarse seriamente cualquiera de ellos?

Antes de hacer otras consideraciones hay que decir que tenemos una fe estructural, natural y plena en la existencia de la realidad. Podremos cuestionar hasta la saciedad nuestras ideas, invenciones, creencias o teorías acerca del qué el cómo o el por qué sea la realidad, pero sin perder la creencia natural de que la realidad es y existe.

La realidad es, ni más ni menos, el principio de todo, de nuestro ser, nuestra constitución y nuestra existencia y carece de sentido, no ya negarlo, sino ponerlo en duda o adoptar una actitud de escepticismo que volatilice dicha creencia. Se trata de nuestra creencia constitutiva y su eliminación sería idéntica a nuestra propia disolución.

Afirman Einstein e Infeld[i]: «Sin la creencia de que es posible asir la realidad con nuestras construcciones teóricas, sin la creencia en la armonía interior de nuestro mundo, no podría existir la ciencia. Esta creencia es, y será siempre, la motivación fundamental de toda creación científica.» (p. 238)

Pero es que esa motivación es una extensión especializada del motor principal del conocimiento que es la curiosidad, la cual se encuentra prescrita en la trama de nuestra existencia desde el nacimiento.

La realidad es el lado de la creencia con la que empezamos a vivir, siendo el segundo, la propia constitución de nuestro ser. Nuestro ser a lo largo de todo su desarrollo se funda en la creencia en la realidad y, sobre ella, elaboramos todas las demás, mediadas por nuestras posibilidades y limitaciones.

De hecho, se ha cuestionado si podemos acceder al conocimiento de esa realidad primera o, en otros términos, a qué sea eso dentro de lo cual nos constituimos.

En un plano especulativo, conjetural, filosófico, científico o lúdico podemos llegar a plantear la realidad como si fuera un objeto más, igual que nos planteamos cualquier otra cosa de cuantas existen, pero tratar de conocer la realidad no es equivalente a conocer, por ejemplo, un árbol, nuestro organismo o cualquier otro objeto natural o artificial de cuantos existen.

Pero no debemos olvidar que la realidad es previa a cualquier creencia, esencia o existencia fundada en ella. La realidad es antes que cualquier cosa o ser real o irreal, es previa a todo lo que podamos ver en el mundo o a lo que podamos creer al respecto de cualquier cosa o asunto.

Si cometemos el error de cuestionarla en cuanto a tal realidad, tal como han hecho el escepticismo, el idealismo o cualquiera de las otras construcciones de las filosofías experimentales, nos estaremos poniendo en cuestión a nosotros mismos y no solo al mundo en el que vivimos.

Podremos cuestionar la eficacia de nuestras propias funciones de conocimiento o de formación de creencias, pero al hacerlo hemos de darnos cuenta de que estamos aceptando como presupuesto necesario que la realidad es el criterio último de contraste de nuestra propia ineficacia para asirla o comprenderla.

Por lo tanto, la realidad no solo es el principio de todo cuanto exista, sino que es el fin al que se destina nuestra actividad cognoscitiva, el substrato firme e incuestionable en el que deseamos se sostengan todas nuestras creencias y el contraste de todas nuestras ideas.

Se trata, por lo tanto, de la intuición primordial que dota de sentido a todas y cada una de nuestras actividades y funciones, con la que venimos conformados genéticamente.

Las creencias sin realidad o sin su componente real son meras ideas muertas que no participan en nada ni aportan nada a la existencia hasta el punto de que no son ni se les puede llamar creencias.

Otra cosa diferente es que podamos cotejar nuestras ideas o, en general, nuestras propias producciones, con las propiedades que apreciamos en los existentes reales, y es en este contraste donde encontramos existentes no reales que podemos calificar como irreales o como antirreales.

Choca fuertemente con esta primera aproximación al significado del término realidad, por ejemplo, el referido por Berger y Luckman en su sociología del conocimiento expuesta en su libro La construcción social de la realidad[ii] en el que más bien hacen referencia a las ideas o los dogmas que en cada sociedad se consideran reales, y no a la realidad en sí. Dicho planteamiento forma parte de la corriente constructivista.

¿Qué tipos de ideas, más o menos generales a pesar de ciertas diferencias entre ellos, sostienen los constructivistas? Por ejemplo, no es raro encontrar las siguientes:

  • El conocimiento es una construcción subjetiva.
  • La realidad es una invención de la mente, que no tiene existencia en sí.
  • El conocimiento se limita a su utilidad para finalidades biológicas.
  • No percibimos la realidad sino nuestros propios conceptos o nuestros esquemas mentales.
  • La realidad no está fuera de la propia persona, sino que es una mera idea que está dentro de ella.
  • El mundo no es un mundo real, sino humano.
  • Todo conocimiento es una interpretación, una construcción mental.
  • No se puede separar al investigador de la cosa investigada.
  • Todas las experiencias son subjetivas y no se puede saber si las hay similares entre individuos.
  • La objetividad se emplea como un instrumento de poder.
  • La realidad no tiene existencia independiente al sujeto que hace el papel de observador…

El constructivismo es una designación relativamente reciente de una antiquísima variante de negación de la realidad que, desde aproximadamente la mitad del siglo pasado, viene retomando impulso.

Lo curioso es que, a pesar de que los constructivistas niegan que haya realidad fuera de la mente humana y también dentro de ella, —y ponen en su lugar pensamientos, esquemas conceptuales, interpretaciones, invenciones, alucinaciones, dogmas sociales, o cualquier otra variante de fantasías creacionistas de la realidad—, son quienes mejor parecen conocerla argumentando que los demás creemos en ella erróneamente o movidos por nuestros intereses egoístas o todavía peores, como nuestros deseos de dominio de todo lo que se oponga a nuestros propósitos.

Parece evidente que la negación de la realidad, que es única e independiente del ser humano, y que puede, o no, dársenos a conocer, implica un acto de soberbia mucho mayor de quienes las niegan que de quienes creemos en ella.

No solo de soberbia sino de una exhibición de presunta sabiduría y conocimiento por la que «saben» o «conocen» —por no sabemos qué tipos de medios o de inspiraciones que superan con creces las facultades comunes de cualquier otro—, que no hay realidad alguna que pueda diferenciarse de nuestro pensamiento, sea éste el que sea.

Ahora bien, el conocimiento de algo, por un lado, requiere que haya algo y, por otro, que haya alguien que lo conozca, pero si se niega por principio que haya algo, no será válido ningún tipo de juicio que venga argumentado por la función de conocimiento.

De ahí que conocer o saber que «la realidad no existe» viene a ser un atentado contra el más elemental sentido común.

Pero supongamos que ese juicio viene de una fe ciega en el pensamiento humano que postula dicha inexistencia, al estilo de Descartes.

En este caso nos encontramos con que ese pensamiento, no solo tendrá que negar la existencia de las cosas materiales que se le ofrecen a la mente en la que discurre por medio de sus sentidos, sino que tendrá que negar al propio sujeto que piensa, al ser que piensa, al cuerpo del que forman parte sus órganos sensoriales, su cerebro, el organismo que lo alimenta, los progenitores que le alimentaron, los alimentos del mundo con los que se alimenta, el mundo en el que están esos alimentos y otras muchas cosas más, como son sus nutrientes, el agua, la tierra, el sol, el sistema solar, la vía láctea, la familia en la que aprendió a caminar, y así, todo lo demás.

La realidad tal como se manifiesta, no solo es real, sino que existe estructurada en un inmenso conjunto de sistemas coordinados e interdependientes de los cuales cada uno de nosotros formamos parte. Casi se podría decir que en toda esa complejidad lo raro es el pensamiento humano que osa cuestionarla.

Dicho esto, podemos afirmar que el universo es, con o sin nosotros, antes de nosotros y, si no acabamos antes con él, también será después de nosotros.

Nos hemos formado con todas las capacidades que ahora tenemos dentro del cosmos y seguimos viviendo dentro de él, lo cual es garantía de que nuestra facultad de conocimiento no se desarrolló para fastidiarnos ni para aislarnos de todo lo exterior sino exactamente al revés.

La realidad es antes que el ser humano y, por lo tanto, antes que su conocimiento. En este caso, parece imprescindible citar a Étienne Gilson en una de sus exposiciones de la filosofía de Santo Tomás de Aquino[iii]:

«Decir que el ser [real] es verdadero, vale tanto como decir que lo verdadero es ser [real]. Sin duda, solamente hay verdad donde hay conocimiento, pero la verdad del conocimiento consiste en su asimilación al ente, que es la cosa conocida. Por lo tanto, primero está el ser de la cosa; después la adecuación del intelecto a la cosa, la cual adecuación es la verdad misma; por último, viene el conocimiento, que es un cierto efecto de la verdad. […] El conocimiento, viene en tercer lugar, siguiendo a la verdad, que, a su vez, sigue al ser [real]. Si, por un imposible, hubiera seres sin que hubiera ningún intelecto, no habría verdad. Además, en el mismo intelecto, la verdad reside principalmente en el juicio. […] Y es que, en la simple aprehensión, el intelecto no aporta ninguna contribución a lo que es.» (ibid.., p. 56) (Corchetes propios)

A partir de ahí, es obvio que cuestionar el conocimiento para negar la existencia de lo conocido, es invertir todo el orden de la relación entre la realidad y su conocimiento.

El constructivismo es una doctrina anti-real que está saturada de antropocentrismo, relativismo, escepticismo, utilitarismo, pragmatismo, absurdez y de un subjetivismo al que se supone irreal por el mero hecho de serlo. Todo ello concuerda con la sofística que estuvo de moda hace unos veinticinco siglos y cuyos fines principales igual que parecen ser los actuales son políticos.

Ahora bien, hay dos cuestiones importantes que requieren aclaración.

El primero es que siendo todo lo natural real, ¿se puede considerar igualmente real todo aquello artificial que produzca un ser humano o, visto en su conjunto, la humanidad?

El segundo se refiere al peso que tienen nuestras ideas y creencias en la sensación y la percepción de realidad.

Si inventamos, no solo teorías o ideas, que afectan a nuestro modo de percibir lo real, o a juzgar como real o no aquello que hay, sino además normas, leyes, instituciones, etc., que determinan conductas que están materializadas en el ámbito de lo que existe en el mundo, ¿hemos de considerar todas esas producciones humanas como reales en el mismo sentido en que consideramos real todo lo natural?

La distinción entre lo natural y lo artificial no tenía ningún sentido antes de que el ser humano —tal como somos actualmente— formara parte del mundo.

Por poner un ejemplo de lo más simple, pensemos en alguien que está emitiendo y, por tanto, verbalizando y materializando con su conducta un mensaje falso o una simple mentira y que hay un receptor que al recibirla lo cree y funda en ella sus producciones de conducta o incluso materiales en un cierto ámbito de su actividad.

La cuestión es si el mensaje falso original, más la creencia del receptor, su conducta subsiguiente y sus producciones materiales fundadas en él, pueden considerarse igualmente reales que si el mensaje hubiera sido verdadero y sus producciones asociadas conformes a él.

Es indudable que, en el caso del mensaje falso, nos encontramos con hechos y producciones materiales que existen en el mundo, pero ¿son igualmente reales los mensajes falsos y los verdaderos debido a ese hecho de su existencia? Planteándolo de otro modo, ¿todo lo que existe es real o en esencia igualmente real?

¿La idea verdadera es igual de real que la idea falsa? ¿Es igual una idea con correlato real que otra que no lo tenga? Es obvio que no.

Pero llevemos esto al ámbito mucho más amplio que es el de la sociedad, antes mencionado, en el que hay un conjunto de creencias o de dogmas que, en cada sociedad, se consideran reales y otras diferentes o discrepantes, no. ¿Son igualmente reales todas las sociedades con independencia de los dogmas por los que se rijan? La respuesta es negativa. Hay grados de realidad, irrealidad y, por lo tanto, de irrealización en todo lo que se refiere a nuestra especie.

Por ejemplo, Maurizio Ferraris en su Manifiesto del nuevo realismo[iv] identifica el constructivismo universal como uno de los factores antirreales predominantes del pensamiento posmoderno, el cual, afirma, se asienta sobre “la falacia del ser-saber”. Examinemos brevemente su planteamiento al respecto.

Ferraris cita a Diego Marconi (op. cit. p. 69) que caracterizó «la confrontación entre realistas y antirrealistas como un conflicto entre dos intuiciones. La primera, la realista, considera que hay cosas […] que no dependen de nuestros esquemas conceptuales. La segunda […] que propongo llamar como “construccionista” o “constructivista” … que asume que partes más o menos grandes de la realidad están construidas por nuestros esquemas conceptuales y por nuestros aparatos perceptivos.» (op. cit. p. 70)

Dice Ferraris que el enfoque constructivista arranca con Kant que «consideraba que para tener una experiencia cualquiera eran necesarios los conceptos, es decir, que incluso para resbalar en una placa de hielo se necesita un concepto. Lo que no solo es falso en sí, sino que pone en marcha un proceso que conduce a un constructivismo absoluto. […] A este punto, con plena realización de la falacia ser-saber, lo que hay resulta determinado por lo que sabemos de ello.» (op. cit. p. 71)

La solución que plantea Ferraris es una ontología que distingue los objetos en tres clases: «los objetos naturales, que existen en el espacio y en el tiempo independientemente de los sujetos; los objetos sociales, que existen en el espacio y en el tiempo dependiendo de los sujetos; y los objetos ideales, que existen fuera del espacio y del tiempo independientemente de los sujetos» (op. cit. p. 110). Con esa nueva clasificación, se aclararía «el equívoco fundamental del construccionismo: pensar que la realidad no tiene forma sin la acción de una construcción conceptual y que el dato es un mito.» (op. cit. p. 110)

De ese modo, según Ferraris: «1. Los objetos naturales son independientes de la epistemología y hacen verdaderas las ciencias naturales. 2. La experiencia es independiente de la ciencia, 3. Los objetos sociales son dependientes de la epistemología. 4. «Las intuiciones sin conceptos son ciegas» vale sobre todo para los objetos sociales (donde tiene un valor constructivo), y subordinadamente para el acercamiento epistemológico al mundo natural (donde tiene valor reconstructivo). 5. La intuición realista y la intuición construccionista tienen, pues, la misma legitimidad en sus respectivos sectores de aplicación.» (op. cit. pp. 123-124)

No obstante, cualquier actividad humana de relación está sujeta a las creencias de quien la ejecuta, si bien hay que examinar la participación de las dos posibles fuentes de su generación: la realidad por un lado y la imaginación por otro. Lo que pone la realidad exterior y lo que pone el sujeto.

Lo primero de todo son las cosas, las cuales son lo que son antes de que el ser humano existiera y seguirán siendo después de que deje de existir. Se trata de que las cosas son lo que son, sin más.

Cuando entra el ser humano en escena las cosas interaccionan con él o, lo que para el caso es lo mismo, él interacciona con ellas. Y esto ocurre desde el primer minuto en que el neonato es puesto ante ellas. Las cosas le someten a un bombardeo de estímulos a los cuales reacciona de diversos modos, así como él las somete a ellas a los efectos de su propia actividad.

Esa interacción primera, ni siquiera es consciente, sino que en el plano orgánico se limita a estimularle físicamente con efectos notables en su desarrollo cerebral, al tiempo que deja huellas en su memoria de esos packs «estímulo-respuesta sensorial». Esas huellas de memoria son formales, es decir, son las primeras elaboraciones de ideas determinadas por las cosas que las causan. Se trata de pura aprehensión de realidad sin que ni siquiera pueda participar en modo alguno la función intelectual.

La realidad, las cosas (reales) están ahí antes de ser percibidas o pensadas, por lo que los construccionismos no pueden ser sospechosos de inventar nada al respecto.

Por lo tanto, mal podría el intelecto per se causar o crear en modo alguno las cosas que son.

Cuando se desprecia el denominado «realismo ingenuo» como si se tratara de un ejercicio de pura inocencia ante un universo material parcialmente construido por el ser humano, se está cuestionando la realidad en cuanto a tal y, en cierto modo, también las capacidades del ser humano entre las que debemos destacar la sensibilidad que produce las sensaciones fundamentales acerca de la existencia de algo real. Sin eso, no habría nada que decir a posteriori.

A partir de ahí, podemos detenernos a examinar la clasificación de la ontología de Ferraris que contenía los objetos naturales, los ideales y los sociales.

En primer lugar, ¿en cuál de las categorías debemos clasificar a una persona?

En principio, fijándonos en un neonato hemos de admitir que es un objeto natural, si bien a lo largo de su desarrollo cada vez adquirirá más creencias procedentes de sus entornos familiar y social, o las que él mismo genere que estén alejadas de dichos entornos, por lo que también podría pertenecer a la categoría de objetos sociales y, en cierto modo, a otra clase de “entorno” que sería relativo a su experiencia personal.

Por otro lado, los objetos ideales que existen fuera del espacio y del tiempo constituyen una categoría digna de analizar, dado que parece remitir al mundo platónico de las ideas, defendido no solo por Platón, sino también por autores contemporáneos como el matemático Kurt Gödell, Roger Penrose o Karl Popper.

La postura de Gödel se acerca enormemente a la de Platón cuando afirma… «Las clases y los conceptos pueden… ser concebidos como objetos reales…, existentes con independencia de nuestras definiciones y construcciones. Yo creo que la hipótesis de tales objetos es tan legítima como la hipótesis de los cuerpos físicos y que hay las mismas razones para creer en su existencia»[v]

Por su parte Roger Penrose[vi] expone lo que sigue en un apartado titulado ¿Es «real» el mundo matemático de Platón?: «En las matemáticas encontramos una solidez mucho mayor que la que puede localizarse en cualquier mente concreta. ¿No apunta esto a algo exterior a nosotros mismos, con una realidad que está más allá de lo que cada individuo puede alcanzar?» (pp. 53-54)

No es tan raro que el orden de las cosas reales sea también algo real. Las cosas solo son posibles si existe dicho orden, el cual puede ser enunciado, al menos en parte, mediante modelos matemáticos, espaciotemporales, físicos, biológicos, categorías, clases, etc. De hecho, la epistemología debe aportar los mejores medios para obtener representaciones y enunciados que se asimilen a la realidad que, en caso de ser fidedignos, durarán tanto como dure el propio orden de las cosas.

Ahora bien, muchos principios de comportamiento que puede albergar un ser humano, como por ejemplo, la justicia, la honradez, etc., en cuanto objetos ideales también forman parte del propio ser humano.

Pero la cuestión fundamental de la clasificación ontológica de Ferraris es la dependencia/independencia que tengan los objetos respecto a los sujetos, señalando que los objetos sociales dependen de los sujetos. ¿Qué quiere decir esto?

La noción de objeto empleada de ese modo puede resultar ambigua. Lo que hay en realidad son cosas que, cuando son detectadas por nuestros sentidos o las ponemos bajo nuestra función de conocimiento, las denominamos objetos. Es decir, solo reciben el rol de objetos cuando son objeto de nuestras funciones, pero no son objetos, sino cosas que miramos.

Las cosas se dan a la posibilidad de ser percibidas o conocidas y a eso que dan les llamamos datos. Lo dado al conocimiento son los datos. Después, con esos datos podemos pensar o creer lo que queramos e incluso elaborar teorías o, como ahora se dice, relatos, etc., lo cual equivale a producir ideas de las cosas o de cómo son las cosas.

Pero además de eso, nosotros producimos (que no creamos) cosas mediante acciones y, también, ordenamos las cosas materiales como creemos más conveniente para determinados fines propios. Es decir, participamos materialmente en una parte de lo que llegue a haber fuera de nosotros, todo lo cual solo es posible manipulando lo que hay en la naturaleza, lo cual es o está muy cerca de la invención.

En el primer caso, que es el del conocimiento, tratamos de ser un espejo de lo que hay fuera de nuestra mente. En el segundo, operamos sobre lo que hay fuera de ella empezando por la elaboración de ideas que trataremos de materializar mediante nuestras acciones.

Nuestra participación, en la composición de la realidad que haya fuera de nuestra mente, podría no ser muy diferente de la participación de cualquier otro ser vivo o de las fuerzas naturales por lo que, en principio, lo que aportemos al conjunto de lo que existe podrá pasar a ser objeto de nuestra percepción como cualquier otra cosa.

Ahora bien, nuestras actividades cognoscitivas y productivas suelen seguir un orden por el que las primeras preceden a las segundas. Primero conocemos y luego podemos o no introducir cambios en aquellas cosas que conocemos mediante nuestras acciones para la consecución de nuestros fines.

Cuando Ferraris clasifica los objetos sociales como dependientes de los sujetos, remite a que la mente surge necesariamente por «su inmersión en un baño social, hecho este de educación, lenguaje, transmisión y registro de comportamientos» (op. cit, pp. 121-122), por lo que, atendiendo al origen de la producción social de determinados objetos como, por ejemplo, el dinero, la educación, las leyes sociales, etc., etc., son clasificados en una categoría diferente a la de los objetos naturales o los ideales.

Como la persona individualmente considerada sería un producto social, entonces tal vez habría que ubicarla como objeto social y, por tanto, conceptualmente dependiente del sujeto que la percibe, lo cual puede resultar incierto.

Viéndolo así, parecería que el conjunto de la humanidad sería una suerte de autocreación aparte de todo lo demás, que no verificaría el carácter puramente real de las cosas naturales en su relación con la función de conocimiento efectuada por un sujeto.

Pero a mí me resulta igual o muy parecido conocer un tigre una roca un automóvil o una persona, con independencia de su origen o su causa de producción. Una vez causado, creado o producido, pasa al ámbito de lo que existe y empieza a ofrecer datos de aquello que sea que emplearé en formar mis ideas al respecto.

Al materializar nuestros inventos pasan a ser cosas y una vez que lo son podremos percibirlas, investigarlas o conocerlas, además de que cada cual las ponga en un capítulo de su propio sistema de referencia para extraerles significados y, si se quiere, interpretarlas.

El problema no es epistemológico y es obvio que nuestro mero pensamiento no crea ni produce realidad alguna si no trasciende mediante nuestras acciones al mundo de las cosas y de los hechos.

Otra cosa es que demos forma al mundo que tengamos a nuestro alcance y el modo en el que se la demos o lo que es peor, se la quitemos, pero el mero pensamiento ni siquiera existe fuera de nuestra propia mente si no es comunicado de algún modo.

El problema de fondo que subyace a la relación del hombre con la realidad en la época que vivimos consiste en su negación en cuanto tal poniendo en su lugar una sustancia amorfa, algo así como una materia prima a la que moldear subordinándola al pensamiento.

Se trata de la invención de una “realidad prima” carente de toda estructura, de una naturaleza indefinida de la que emerge el nuevo hombre mientras destruye todo lo demás de ella, operando para recrearla y erigirse como el nuevo creador de todo cuanto haya.

A partir de esa indefinición de lo real el antropocentrismo legisla a su arbitrio sobre el mundo y se convierte en el nuevo autor del mismo y de sí mismo. La realidad que maneja como plastilina le incluye a él mismo y efectúa el tránsito al transhumanismo por el cual se inventa a sí mismo como si se tratara de una pintura abstracta.

Ahora bien, ¿qué está pasando con los objetos naturales, los cuales son los auténticos arquetipos de la más elemental concepción de la realidad?

Se trata de cosas, seres vivos, sistemas y ecosistemas, con sus complejos modos de interacción y funcionamiento, entre los cuales, en principio, nos encontramos nosotros como una especie más. La vida es, de hecho, un sistema mucho más delicado que el reino mineral y, cada vez más, estamos poniendo en riesgo su continuidad en el planeta.

En sentido estricto, concibiendo la naturaleza como todo lo anterior a la intervención humana, especialmente anterior a los últimos 10.000 años, prácticamente la hemos hecho desaparecer. No sé si todavía quedará algún reducto que haya permanecido a salvo de la acción humana, pero es dudoso, ya que no solo debemos pensar en el daño infligido a las especies sino al conjunto del ecosistema, incluyendo la atmósfera, los océanos y todo cuanto influya en él.

Especialmente los dos últimos siglos han resultado devastadores, pero el deterioro se acelera hasta extremos que parecían increíbles hace solo cinco décadas. La realidad natural está siendo destruida sin contemplaciones por la acción de nuestra especie o de una parte de ella.

Por lo tanto, no es solo que nuestra civilización haya demolido la realidad en un sentido epistemológico/metafísico, sino que lo está haciendo igual o peor en el plano ontológico por la vía del deterioro del ecosistema y la previsible desaparición de la vida en el planeta.

De hecho, aunque conservemos algunas especies animales en los zoológicos o en reservas difícilmente defendidas de la depredación, eso ya no es naturaleza en sentido estricto, sino una suerte de museos en los que se conservan ciertos recuerdos de la vida natural.

De ahí que, de la clasificación de la ontología de Ferraris, que empezaba por la categoría de los objetos naturales de entre las cosas y seres reales, quedaría poco más que el mundo platónico de las ideas y la dudosa existencia de la realidad de los objetos sociales.

La demolición de la realidad está siendo exhaustiva en todos los planos, en todos los sistemas y en todas las cosas, pero es que la dimensión real que podamos reconocer en las personas es cada vez más insignificante, así como también lo es el grado en el que ejercen una auténtica existencia.

No obstante, la mera creencia de que no existe ni una sola de las cosas que ocupan nuestros pensamientos, que se supone es la creencia “verdadera”, nos condenaría irremediablemente a un aislamiento absoluto y por lo tanto a la locura, pero la buena noticia es que dicha creencia no la cree efectivamente nadie, ni siquiera quienes pretenden que la tengamos los demás.

Diré más, el hecho de que alguien intente convencer a otra persona de que la percepción de la realidad es una alucinación y la creencia en ella un delirio, conlleva una violencia indescriptible profundamente inmoral. ¿Cómo alguien que niegue la existencia real de otra persona tratará de convencerla de cualquier cosa si de hecho parte de la premisa de que no hay nada fuera de la mente humana y, por lo tanto, de su propia mente, ni él mismo ni la otra persona?

Al contrario de todo o casi todo lo que plantea Gianni Vattimo en su aportación al ateísmo, al nihilismo, a la antimetafísica y a la promoción de la religión atea de adoración a la Humanidad, que atribuye el origen de la violencia a la metafísica, lo cierto es que el movimiento ideológico al que parece servir, que es el antropocentrismo ateo y la globalización, es el verdadero totalitarismo que se cierne sobre el ser humano y sobre la vida en general.

Vattimo, en su libro Adiós a la verdad[vii] sostuvo, entre otras muchas cosas, que la verdad es mala por ser tiránica y porque entendida como objetividad convierte en absurda nuestra existencia como sujetos libres y nos expone al riesgo del totalitarismo ya que no hay cosas, ni hechos, solo interpretaciones y la verdad debe inspirarse en el consenso poblacional.

Como podemos ver, la realidad no solo ha recibido el maltrato o el desprecio que conlleva implícita o explícitamente su negación, tras la cual solo queda que el pensamiento humano se autoabastezca a sí mismo de sus propias ideas sin anclaje de ningún tipo a algo exterior que le sirva de referencia.

Además de eso, se ha elaborado un relato saturado de juicios de valor extremadamente negativos cuya finalidad es suscitar que cualquiera que lo atienda salga corriendo en dirección opuesta a la verdad, el conocimiento y la sabiduría. El asunto es que a la metafísica, que es la parte de la filosofía que estudia aquello que es algo en vez de nada, se le atribuye ni más ni menos que ser el origen principal de la violencia.

El relato en cuestión, tal como lo refiere Gianni Vattimo, consiste en afirmar que antes de la llegada del cristianismo, en la Grecia clásica, predominó una concepción metafísica de la realidad, que fue paulatinamente abandona por dicha religión y poniendo en su lugar unas relaciones humanas de tipo amistoso o amoroso. No obstante, el cristianismo conservó ciertos vínculos con la metafísica durante siglos y en ese mismo grado fue generador de violencia.

En su libro Después de la cristiandad[viii] Vattimo entiende la metafísica como «creencia en un orden fundado, estable, necesario, objetivamente cognoscible, del ser» (p. 34), y en cuanto a fundamentar una religión atea con algunas actitudes del cristianismo, pero partiendo de la negación del ser y de la metafísica, afirma lo siguiente: «Por lo tanto: la violencia en el cristianismo se mantiene y domina mientras éste permanece vinculado a la tradición metafísica de múltiples maneras. Ya en su Introducción a las ciencias del espíritu Wilhelm Dilthey había avanzado la tesis según la cual el principio del fin de la metafísica —como identificación del ser con la objetividad de la forma visible, con la estabilidad de las estructuras esenciales de lo real dadas a la visión intelectual de las ideas— coincide con la llegada del cristianismo.» (p. 146)

Al respecto de estas derivas antimetafísicas, dicho a grandes rasgos, también Maurizio Ferraris sostiene en su libro antes citado, que en nuestra civilización se ha tratado de potenciar la libertad mediante la supresión de la verdad, lo cual implica dar un tratamiento impropio a la realidad para el supuesto fin de mejora de nuestras vidas y sociedades.

Baste decir que la mayor violencia bélica llevada a cabo en toda nuestra historia ha ocurrido en el pasado siglo XX, dos siglos después de la culminación por Kant del proceso antimetafísico del que salió prácticamente todo el pensamiento filosófico contemporáneo y grandes áreas de la mentalidad de las poblaciones occidentales. Lo que daña al ser humano y a la naturaleza es el antirrealismo, tanto en su forma epistemológica como en su faceta inmoral.

[i] EINSTEIN, ALBERT e INFELD, LEOPOLD; La evolución de la física; SALVAT EDITORES; Barcelona, 1993

[ii] BERGER, PETER L. y LUCKMANN, THOMAS; La construcción social de la realidad; trad. Silvia Zuleta; Amorrortu editores; Buenos Aires, 1972

[iii] GILSON, ÉTIENNE; Las constantes filosóficas del ser; Eunsa; ed. española; Barañáin (Navarra); 2005

[iv] FERRARIS, MAURIZIO; Manifiesto del nuevo realismo; trad. de José Blanco Jiménez con col. de Alessandro Santoni, revisada y corregida por Francisco José Martín del original de 2012 Manifesto del nuevo realismo; Biblioteca Nueva; Madrid, 2013

[v] NAGEL, ERNST Y NEWMAN, JAMES R.; El teorema de Gödel; trad. Adolfo Martín del original de 1958; cuarta ed.; EDITORIAL TECNOS (GRUPO ANAYA, S.A.), Madrid, 2008 (nota al pie, p. 119)

[vi] PENROSE, ROGER; El camino a la realidad. Una guía completa de las leyes del universo; trad. de Javier García Sanz del original de 2004; Random House Mondadori, S.A., Barcelona, 2006

[vii] VATTIMO, GIANNI; Adiós a la verdad; trad. de María Teresa D´Meza; Editorial Gedisa, S.A., Barcelona, 2010

[viii] VATTIMO, GIANNI; Después de la cristiandad. Por un cristianismo no religioso; trad. de Carmen Revilla, de la edición italiana de 2002; Espasa Libros; Barcelona, 2010

4 Comments
  • concepcion garcia pascual on 15/06/2019

    como siempre,un placer leerte
    aunque confieso mi ignorancia,me pierdo un montón de cosas

    • Carlos J. García on 15/06/2019

      Gracias por tu esfuerzo. Trataré de emplear términos más comunes, aunque estoy seguro de que al menos te llegan los asuntos más importantes. Un saludo Concha

      • concepcion garcia pascual on 16/06/2019

        el esfuerzo me merece la pena

  • Francisco on 16/06/2019

    Gracias por tu comprensión y sí, el fundamento lo esencial lo entiendo y lo cojo perfectamente.

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