Blog de Carlos J. García

La programación para el éxito social desde la infancia

¿Es lícito que unos padres programen a un hijo para dedicar su vida por entero a conseguir uno o más objetivos de éxito social? ¿Qué efectos o daños colaterales conlleva tal modelo formativo?

En los tiempos en los que vivimos, hasta puede considerarse normal, y, por lo tanto, no como algo irreal, que, una buena parte de los actores sociales se encuentren lanzados, con obcecación, a la consecución de fines cuya valoración subjetiva reside en el éxito.

Da la impresión de que, ninguno de ellos, ha tenido la ocasión de leer a alguno de los autores griegos o romanos del estoicismo, que tenían como una de sus insignes labores divulgativas, advertir de los peligros de semejante desatino. Dada su abundancia, me abstendré de citar alguna de sus múltiples advertencias al respecto, aunque he de destacar las cartas que Séneca le envió a su discípulo Lucilio.

¿Qué es el éxito social? Tal vez, cualquiera de dichos autores, firmaría la siguiente respuesta: nada.

Aplausos, opiniones favorables, amistades sobrevenidas, fama… Reacciones de un cierto público cuyos juicios pueden ser tan volátiles o poco consistentes, que suelen carecer de algún criterio digno de crédito.

Ahora bien, tales reacciones de beneplácito hacia alguna producción o hecho, ajenos, pueden producirse de dos formas extremadamente diferentes: 1) Quienes se dedican a ejercer sus profesiones o dedicaciones sin buscar éxito social alguno, y, sin quererlo, se encuentran con él debido a reacciones de observadores independientes, y, 2) Quienes diseñan todo cuanto hacen bajo la lógica operante de la consecución de dicho fin.

En el primer caso, quienes se dedican a sus respectivas profesiones y obtienen alguna forma colateral de éxito debido a ellas, suelen ejercerlas por vocación, es decir, su causa final es el ejercicio de su profesión, no el éxito que pudiera, o no, añadirse a su trabajo.

En el segundo caso, las dedicaciones, profesiones o trabajos, constituyen un simple medio para lograr el éxito social. Igual les daría hacer una cosa u otra, con tal de que su resultado final fuera el aplauso público.

Ahora bien, la razón o la causa que una persona pueda tener para hacer algo, aporta una dimensión diferencial a aquello que hace.

Por ejemplo, si un alumno estudia para aprobar un examen, en vez de estudiar para conocer la materia de que se trate, la mayor parte del saber que adquiera en el estudio, se esfumará como por arte de magia, una vez aprobado el examen y, por lo tanto, la razón desvanecida.

Para quienes, por el contrario, estudien para saber, el examen no será más que un modo de contraste para medir lo que saben, y, efectuado el mismo, ese saber adquirido seguirá firme en su memoria, acumulándose a aquellos que adquiera en lo sucesivo.

A los primeros, el examen les dejará vacíos, dado que la causa final es la nota, y, una vez recibida, todo se desvanecerá en pocos días. A los segundos, la calificación les aportará algo más de saber acerca de los que saben y de lo que no saben.

Por otro lado, ambos modos de ser, no se suelen improvisar a lo largo de la vida, sino que constituyen formas estables de ser que conciernen a variados e importantes aspectos, tanto de la esencia, como de la existencia de las personas.

Suelen ser los padres y las madres, pero, por mi experiencia, en mayor proporción estas últimas, quienes insertan en los sistemas de creencias de sus hijos e hijas, aquellas creencias que instituyen el éxito social como una auténtica obligación existencial, desde fases tempranas de la infancia de estos.

La definición del éxito puede consistir en conseguir metas como las siguientes: «llegar a ser alguien socialmente importante», «acceder a tener alguna titulación académica de relieve y, a menudo, sacar una oposición de difícil acceso», «casarse con alguien que tenga mucho dinero, prestigio, u otros añadidos», «alcanzar una determinada posición social elevada», «llegar a tener mucho poder», «conseguir cargos públicos de alto nivel», «pertenecer a una clase social elevada o clubes de privilegiados»…

En cuanto a los medios que deben emplear los aprendices para conseguir tales metas, puede haber algunas diferencias entre distintos formadores, si bien, básicamente, hay dos categorías: a) No hay restricción ética alguna en el uso de los medios. Solo la hay en la medida en que, de saberse públicamente, daría mala imagen social, y, b) Hay alguna restricción de tipo moral, si bien, se puede suprimir si la consecución del fin la justifica.

En consecuencia, tales modelos formativos conllevan un ingrediente de tipo corruptivo, por el que se genera una confusión entre el bien y el mal, en el sentido de que el fin justifica los medios cuando el fin es importante. Se benigna el mal cuando el beneficio previsto lo aconseja.

En el terreno de la metodología formativa, todo este paquete de creencias que configura un modo artificial de ser, no sería fácil de inculcar, si la figura formativa no convenciera al hijo de que lo único que quiere es el bien de este, y no el beneficio propio.

En primer lugar, se trata de hacerle creer, una imagen de la propia madre, o del propio padre, consistente en que le forma por su bien, es decir que le ama, y, no solo eso, sino que le ama a diferencia de cualquier otra persona. En definitiva que es la única, o casi la única, persona que le ama en el mundo y, debido a eso, quiere su bien en un mundo social en el que debe competir con todas sus fuerzas para salir adelante.

Convencido de ello, el aprendiz vinculará toda su actividad a los designios de aquella persona en la que confía ciegamente, y, por regla general, una de las actitudes principales que le acompañarán en su camino hacia el éxito, será un egoísmo, a menudo, inconsciente.

Técnicamente, esta forma de vinculación de un hijo o una hija por parte de alguna figura formativa, debe considerarse como un modo de apropiación indebida, o simple posesión del descendiente formado de tal modo, dado que consiste en una merma notable de su propia sustantividad.

No obstante, tal modalidad de apropiación de un amplio sector de las actividades de la persona, que puede durar toda su vida, también cabe ser considerada como una forma de privación de aspectos esenciales de su «yo».

Además, el fraude que subyace a la instalación de las metas acuñadas por un progenitor en la figura de un hijo, bajo el engaño de hacerle creer que la misma se efectúa por amor, posee unos efectos que también pueden durar toda su vida.

Por otro lado, está la cara oscura del fracaso cuyo riesgo u ocurrencia, tendrá que experimentar la persona programada, como si aquello fuera un infierno. Toda su autoestima dependerá de los correspondientes avatares que haya de atravesar al respecto, sin disponer de la formación esencial necesaria para soportarlos dentro de límites tolerables.

Contribuir a que un niño se realice, mediante el apoyo educativo que se le pueda ofrecer, es algo diametralmente opuesto a su programación longitudinal para la consecución de objetivos que, siendo claramente externos a él mismo, le harán fuertemente dependiente, no solo del progenitor, sino, además, de la propia sociedad que le toque en suerte.

4 Comments
  • jfcalderero on 17/03/2016

    ¡Cuánta razón tienes! Lo estoy difundiendo en las RRSS. GRACIAS.

  • luis miguel on 17/03/2016

    Qué se puede esperar en una sociedad brutalmente neoliberal, donde se prima sobre todo la fama, el dinero y la ley del mínimo esfuerzo. Cómo podemos educar a nuestros hijos en unos mínimos valores éticos y morales, cuando ellos mismos ven que quienes han triunfado, de alguna manera, han sido quienes han tomado la dirección contraria a lo que teóricamente se les dice. En una sociedad donde, el ser o no ser, estriba en dinero o fracaso, poco tiene que hacer la ética, ni tan siquiera la moral. Nuestros hijos solo tomarán una postura u otra en la sociedad, del ejemplo de sus padres, y del grado de conformidad que tengan con el mismo. Porque el sistema educativo solo le conseguirá un titulo acreditativo.

    • Carlos J. García on 18/03/2016

      Es cierto que se ha puesto muy difícil educar personas en un contexto cultural en el que priman las relaciones de poder. Ahora bien, estamos ante dos tipos de problemas distintos que, a menudo, se complican entre sí. Por un lado están los padres y las madres que, con relativa independencia del entorno social en el que estén, fabrican a sus hijos para satisfacer intereses propios, es decir, para utilizarlos como si se trataran de extensiones orgánicas de ellos mismos. Una de esas formas de utilización es a la que hago referencia en el artículo. Por otro lado, están los padres y madres que hacen todo lo que pueden para conseguir que sus hijos sean personas, en el sentido estricto del término, es decir, seres humanos autónomos que, dentro de su propia autonomía, lleven integrados principios morales. En este último caso, es obvio que, puestos en un entorno social en el que prevalecen el dinero, el poder, la fama, etc., dichos hijos estarán recibiendo dos mensajes opuestos. Por un lado el de los padres que tratan de educarles de verdad, y, por otro, los de la atmósfera social que les comunica lo contrario. El problema se suscita en el hecho de que no se puede, ni se debe, evitar que los hijos experimenten el mundo, aunque en él reciban mensajes opuestos a los que los padres le comunican. Como haría Salomón la verdadera madre, con todo su amor, acaba cediendo su hijo a la impostora, para evitar que se parta en dos. La única solución es educar a los hijos lo mejor y lo antes posible, para que cuando se expongan a un mundo cada vez más difícil y complejo, sean capaces de discernir lo que hay en él y conservar lo que de bueno se les haya podido transmitir.

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