Blog de Carlos J. García

La falsa autoridad moral

El poder funciona como una máquina de prescribir e imponer deberes obligatorios a todos, con la excepción de sí mismo y de aquellos que, en términos de poder, están por encima de él.

Tales deberes son de varios tipos, alguno más sorprendente que los otros. Además, unos se refieren a deberes de ser, o no ser, de determinados modos. Otros, prescriben acciones o las prohíben.

Ahora bien, si fijamos nuestra atención en los deberes de ser, podemos encontrarnos con deberes referidos a ser de algún modo, otros que prescriben no ser de algún modo concreto y, otros más, en los que el objetivo consiste en que no se sea propiamente, en modo alguno. Éste último se trata del deber de no ser, sustancialmente, nada.

Una modalidad de los modos de presión, que puede ejercer sobre los seres, puede consistir en la aplicación de programas de premios o de castigos, aplicando sanciones sistemáticas a las manifestaciones que emita la persona a la que trata de configurar.

No obstante, en ocasiones opera sobre la persona objetivo, tratándola directamente como si ya fuera aquello que pretende que sea. Esta modalidad es eficaz pues comunica al otro una determinada identidad personal, que, a su vez, irradiará hacia esa otra parte de su «yo» que es la sustantividad.

Una de las modalidades más sorprendentes, pero, también, más eficaces, de imposición de deberes, se refieren a la dimensión moral del ser humano.

Desde su propia amoralidad esencial, es capaz de exigirle a alguien, que sea moral, e, incluso, juzgarle moralmente cuando hace cualquier acción. Además, igual que un modo de operar va en esa dirección, también es capaz de promover todo lo contrario, obligando a buenas personas a corromperse.

Ahora bien, ¿qué quiere conseguir el poder cuando le exige a alguien que sea bueno?

La moral es algo esencialmente privado, aunque tenga múltiples consecuencias que trascienden a aquellos que se atienen a ella. Se trata de un criterio, norma o modo de relacionarse, que una persona sostiene ciñéndose a sí misma.

Es obvio que ningún ser humano puede exigirle a otro, que sea fiel a moral alguna, o que le imponga un modo de ser de índole moral.

Cuando se traspasa el ámbito privado, en lo que a normas o criterios de actuación se refiere, se entra en otra dimensión, ocupada por las leyes, las normas sociales, etc.

La moral tiene sentido en la esfera privada, mientras que las leyes y algunas otras formas de prescripción, lo tienen en el ámbito público.

Por lo tanto, la moral es un sistema de criterios que alguien sigue por convicción, pero que, cuando se supone que viene de fuera, o está movida por presiones externas, deja de ser moral para convertirse en cualquier otra cosa, menos en moral propiamente dicha.

En este orden de cosas, la creencia de «ser bueno» puede resultar ambigua. Por un lado se identifica con «ser obediente» en demasiadas ocasiones, y, generalmente, de forma inapropiada.

Al respecto de esto, conviene recordar que, la única obediencia que se caracterice por su bondad, es la obediencia al principio del bien.

No obstante, hay muchas personas que obedecen al poder, ya sea sabiendo lo que hacen, ya sea desconociéndolo, que por hacerlo, se sienten “buenas”, cuando es posible que hacerlo no genere bien alguno, sino todo lo contrario.

La conjunción de la obediencia al poder con una falsa impresión subjetiva de bondad, es mucho más fácil que ocurra cuando el poder se disfraza de autoridad moral, lo cual es bastante más frecuente de lo que pueda parecer.

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