Blog de Carlos J. García

La dimensión subjetiva de los derechos y los deberes

La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, de la Asamblea Constituyente francesa, que fue llevada a la Constitución de 1791, parece que tuvo como fin establecer, una actitud solidaria de una sociedad, hacia la defensa de todos y cada uno de los ciudadanos que la componen, respecto a la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.

Dicha declaración parece ser la que inspiró la Declaración Universal de Derechos Humanos adoptada y proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas tres años después de la finalización de la segunda guerra mundial. Esta vino a constituir un ideal común para todas las naciones firmantes que quedaban comprometidas a esforzarse en la promoción y el respeto de sus disposiciones, mediante la enseñanza, la educación y la adopción de medidas progresivas eficaces, tanto nacionales como internacionales, en todos los territorios bajo sus respectivas jurisdicciones.

Dicha aspiración se concretaría en que la Humanidad debería proteger los derechos de cualquier individuo que los tenga amenazados por cualquier poder que opere sobre él.

Visto desde la perspectiva de los individuos, tras dicha Declaración, estos se verían respaldados frente a posibles violaciones de sus derechos, por la Humanidad representada por la ONU y por las leyes de las naciones que la integran.

Así, cualquier ciudadano podrá exigir a cualquier otro ciudadano, grupo o sociedad que actúe conforme al respeto de sus propios derechos, con el respaldo de dicha Declaración universal, lo cual le aportará un poder del que previamente no disponía.

La idea de convertir, los derechos naturales del ser humano, en derechos objetivos protegidos legalmente, requiere que estos últimos partan de la definición de los primeros, lo cual no resulta, en absoluto, evidente.

Por un lado, están las especificaciones en que se concrete el conjunto de los mismos, y, por otro, la propia definición de derecho.

Ahora bien, toda especificación de un derecho, conlleva la correspondiente referencia indirecta a los deberes implicados en su protección. Por ejemplo, el derecho a la vida de una persona conlleva el deber de los demás de no quitársela.

En cuanto a qué es un derecho natural, el DRAEL lo define  como una facultad natural del hombre para hacer legítimamente (dentro de lo que es justo) lo que conduce a los fines de su vida. El derecho natural remite, por tanto, a que una persona pueda hacer aquello que sea necesario para la consecución de los fines de su vida.

Por su parte, un derecho legal es la facultad de hacer o exigir todo aquello que la ley o la autoridad establece en nuestro favor. Por lo tanto, se refiere a que una persona pueda hacer lo que las leyes le permitan y a exigir el respaldo de la sociedad para llevarlo a cabo.

No obstante, al entenderse el derecho natural como la facultad de que una persona haga algo legítimo, es obvio que dichas acciones no vienen garantizadas de forma natural, en tanto pueden ser impedidas por diversas condiciones o poderes exteriores que graviten sobre las mismas.

De ahí que la noción de derecho, añadida al ejercicio de una facultad individual, agrega a ésta la adición de un respaldo exterior (o de recursos exteriores), ya sea social, legal, etc., para su ejercicio efectivo.

Por otro lado, un deber se define como aquello a lo que está obligado el hombre por preceptos religiosos, leyes naturales, leyes positivas, correspondencia moral, gratitud, etc.

Así, el ámbito de los derechos y los deberes, tal como especifican las definiciones anteriores, parece centrado en las condiciones externas u objetivas que gravitan sobre las acciones de las personas.

Cuando una persona tiene un derecho objetivo, entonces la sociedad parece estar obligada a darle satisfacción, mientras que, si la persona tiene un deber, es ella la que tiene obligación de cumplirlo.

Todo esto se traduce, en la práctica, en el establecimiento de estructuras sociales que respalden a los individuos, aportándoles su propio poder para que hagan algo que ellos, por sí mismos, no tienen facultades suficientes para hacerlo.

Por lo tanto, las sociedades están obligadas a hacer determinadas acciones a favor (y, también, en contra) de los individuos, y éstos lo están, cumpliendo con múltiples deberes en tanto pertenecientes a ellas.

Ahora bien, la obligación hay que distinguirla de la necesidad. A menudo, se cree que las obligaciones son mandatos imperativos que han de obedecerse necesariamente.

No obstante, algo es necesario cuando no puede ser de otra manera, y, algo es obligatorio cuando puede ser de otra manera, pero, de serlo, se producen o pueden producirse consecuencias indeseables.

De ahí que los deberes y los derechos objetivos puedan no verificarse, necesariamente, ni por las personas concretas, ni por las sociedades.

Los derechos son implantados de una forma universal, en el sentido de que todos y cada uno de los individuos o subgrupos de la sociedad tendrían la posibilidad de ejercerlos, y, de ahí, que se presuma de la característica de la igualdad entre todos los ciudadanos, sin embargo, el ejercicio de las acciones amparadas por los derechos está condicionado por muchos factores y, a menudo, se está muy lejos de poder  acceder a la posición desde la que pudieran ser ejercidos.

Dicho esto, debemos examinar la inclusión de derechos y deberes dentro de los seres humanos, como facetas importantes de sus modos de ser

A diferencia de su enfoque objetivo, lo cierto es que, también, hay un ámbito psicológico presente en todas o casi todas las personas, en el que derechos y deberes son dimensiones de las actitudes humanas vinculadas a sentimientos, que son relativamente independientes de los derechos y deberes que se encuentren en el exterior de la persona, ya sea en la sociedad, las leyes, las religiones, etc.

Hay personas que se sienten con derechos no reconocidos objetivamente en ningún sitio, y, también, hay personas que se sienten con deberes que no parecen encontrarse expuestos de forma objetiva en ningún código legal o moral.

Además, hay personas que no se sienten con derecho alguno, aun cuando se encuentren especificados públicamente, y, teóricamente, dispongan de ellos y de la posibilidad de ejercitarlos.

Por otro lado, también hay personas que no sienten tener deber alguno, a pesar de que estén prescritos en diferentes leyes, códigos o religiones.

¿Cómo entender, entonces, los derechos y los deberes en el terreno de las actitudes y las conductas individuales? ¿Por qué unas personas se sienten con derechos o con deberes, de formas radicalmente diferentes unas de otras, y, por tanto, con independencia de la esfera objetiva expuesta unas líneas más arriba?

Si nos atenemos a las historias individuales y las biografías, ciñéndonos a la consiguiente formación de la personalidad desde edades tempranas, encontramos que los sentimientos asociados a derechos y deberes ya existen antes de que tales nociones irrumpan en la esfera social, pública o colectiva, en la que dichas nociones se manejan en un plano objetivo.

Los niños, mucho antes de acceder a saber de la existencia de derechos y deberes en esa esfera pública, ya disponen de actitudes sustancialmente similares a las que estos representan, es decir, adquieren dichas actitudes en su reducido ámbito familiar.

En este ámbito, el tema se ubica, fundamentalmente, a las actitudes maternas de respaldo o de rechazo a la existencia del niño, o hacia diferentes aspectos de su comportamiento.

Pondré un par de ejemplos, aunque, en absoluto abarcan las muchas posibilidades que pueden darse.

En el primer caso, pensemos en un niño que se vea obligado a acomodarse a una figura de poder, que impide su existencia efectiva en su presencia. La única actitud que puede adoptar en dicha relación, será la de su propia auto-supresión existencial, lo cual podría hacerse extensivo a otras muchas relaciones interpersonales.

Es decir, el niño que haya crecido en condiciones de imposibilidad existencial, por la presencia de una figura de seguridad de la que depende su supervivencia, pero ante la que existir él mismo recibiría fuertes sanciones, e, incluso, en las que el niño podría percibir peligrar su propia vida, tendería a acomodarse a las condiciones de ejercicio del poder, y que la forma de acomodación precisa derive en una estructura de personalidad a largo plazo.

Lo esperable es que en tales condiciones el niño adquiera la creencia estable de que él no tiene derecho a existir, por lo que, una de sus actitudes hacia su propia presencia en contextos sociales, será la de estar en ellos de forma precaria e inmerecida, la tendencia favorable hacia su propia anulación, auto-sacrificio; servicialidad; entrega de bienes; aceptación de las críticas sin defensa posible; sumisión; aceptación del maltrato, el abuso o la negligencia, etc. Algo así como si estuviera sujeto a una deuda estructural con los demás.

La acomodación extrema en la infancia a una figura de poder (o más de una), que impone unas restricciones existenciales específicas, y somete al niño a condiciones de pasibilidad bajo amenazas, explícitas o implícitas, de poner en riesgo su supervivencia, puede conllevar por parte del niño una valoración «costo-beneficio» por la que acabe por juzgar de modo favorable su propio sacrificio esencial o existencial, si el perjuicio, en caso contrario, fuera su muerte.

El patrón que imperará en tal caso es el de «Mi deber es sacrificarme», como fórmula única de acomodación a las condiciones existenciales que se le imponen desde su entorno circundante.

Tal postura parece resultado de la evaluación de las dos opciones posibles que se le presentan al niño que se desarrolla en contextos existencialmente conflictivos con figuras de poder: 1) Existir sustantivamente en conflicto permanente con el sujeto de poder y el sufrimiento y los riesgos derivados de dicha existencia, y, 2) Suprimir la posibilidad de ocurrencia del conflicto existencial y reducir o eliminar el sufrimiento derivado del mismo, mediante la acomodación de las propias actividades de relación a las demandas del sujeto de poder.

Parece que, el sufrimiento derivado del sacrificio de la propia existencia sustantiva, es evaluado en términos de ser inferior al sufrimiento experimentado por la posibilidad de ocurrencia del conflicto permanente, entre la propia existencia sustantiva y la del sujeto de poder que demanda su supresión.

Lo que se reproducirá sistemáticamente es el patrón de «deber-sacrificarse» a la vista, o ante la previsión, de conflictos existenciales con figuras de poder. Es decir, habrá una cristalización de la actitud de acomodación de las propias actividades de relación, a las limitaciones que las diferentes figuras de poder, con las que se relacione, le impongan en cada circunstancia.

Por lo tanto, las modalidades actitudinales favorables a la auto-anulación; el auto-sacrificio; la servicialidad, etc., tenderán a reproducirse sistemáticamente ante la ocurrencia (o, más comúnmente, su previsión) de conflictos vitales o existenciales.

En tal caso, el niño lo único que aprenderá son actitudes presididas por el deber, mientras le resultarán totalmente extrañas aquellas relacionadas con sus propios derechos objetivos.

En el caso contrario, en el que el niño reciba un respaldo incondicional a su existencia, haga lo que haga —lo cual conlleva una indulgencia absoluta hacia las acciones que puedan causar daño a terceros—, sentirá disponer del poder que necesita, para no tener que padecer consecuencias punitivas vinculadas a sus propios actos, lo cual se traducirá en un sentimiento de tener un derecho incondicional a hacer o conseguir lo que quiera.

Otros casos pueden referirse a aprendizajes tempranos de actitudes referidas a dar o recibir cosas buenas o malas.

Los niños pueden aprender que tienen derecho a recibir cosas buenas de los demás, o por el contrario, que no tienen derecho alguno a ellas; que tienen derecho a arrebatar los bienes que deseen a los demás; que tienen el deber de dar a los demás todo cuanto les pidan…

La polarización de la personalidad, hacia los derechos y hacia los deberes, parece establecerse de forma temprana según el entorno formativo, y lo habitual es que permanezca a lo largo de la etapa adulta.

Cómo casen, dichos patrones de personalidad, con las condiciones objetivas de las declaraciones de derechos, el establecimiento legal de deberes, etc., en orden a que los adultos atengan sus correspondientes voluntades a ellos, es una de las cuestiones decisivas para que, dichas condiciones objetivas, tengan una mayor o menor eficacia.

De hecho, lo que sustenta el ejercicio efectivo de las leyes en una sociedad es el poder de hacerlas cumplir, y, aquello que sustenta la validez de los derechos individuales es el poder exterior capaz de obligar a su cumplimiento.

De ahí que, si una persona percibe que es objeto de perjuicio por parte de terceros,  en asuntos que conciernen a los derechos legales, y, que para defenderse tendría que recurrir a esos poderes exteriores, la decisión que tome dependerá de cómo valore el hecho de hacer participar a esos poderes exteriores en su propia defensa.

Lo esperable es que aquellos niños que hayan sido educados fomentando sus actitudes de poder sobre terceros, sean quienes más tiendan a hacer uso de todos los derechos que especifican las declaraciones y los códigos objetivos, además de hacer uso de las leyes en su propio beneficio.

Por el contrario, quienes hayan sido educados de forma que prime el cumplimiento de deberes, frente al disfrute de derechos, rara vez pensarán en hacer uso de los derechos que la sociedad les confiera. Exigir algo a otros, suele resultar muy extraño a quienes han aprendido a limitar sus exigencias a la esfera de ellos mismos.

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