Blog de Carlos J. García

La corrupción social

¿Qué diferencia hay entre la ocurrencia de un cierto número de casos individuales de corrupción en una sociedad, por un lado, y la corrupción social, propiamente dicha, por otro?

En el primer caso, cabría decir que la sociedad es sana, orientada hacia las buenas acciones, y que la honradez prevalece como un uso o una costumbre generalizada. No obstante, en cualquier comunidad humana habrá individuos cuya actividad no se oriente hacia las buenas acciones.

Cuando se introducen violaciones elementales de los principios reales (sobre todo de honradez) en un cierto número de relaciones interpersonales, que no sobrepase un cierto porcentaje de las mismas, cabe decir que no hay corrupción social propiamente dicha, sino, solamente, casos singulares, grupos afectados, etc.

En una sociedad no corrompida, la expectativa que tiene cualquier persona en un día cualquiera, de verse inmersa en una interacción que ponga en riesgo sus bienes, su persona, su trabajo, etc., es tan baja, que resulta prácticamente despreciable.

En dicho contexto social, no parece razonable que las personas debamos ir prevenidas por la vida, al respecto de la posibilidad de  vernos convertidas en objetos de cualquier forma de violencia.

En el segundo caso, es la propia sociedad la que no está orientada hacia las buenas acciones, por lo que la abundancia de casos individuales de corrupción tenderá a prevalecer sobre los casos contrarios.

La corrupción social no se limita a un determinado estrato o clase social, sino, muy al contrario, cuando ocurre, está extendida de manera generalizada entre todas las categorías de agentes que podamos considerar.

Es decir, en una sociedad sin corrupción, los corruptos que pueda haber se pueden considerar una clase bien definida de la misma, pero, en una sociedad corrupta, la corrupción está tan extendida que invade todas las clases, esferas y estratos de la misma, hasta poder ser considerada como un uso o una costumbre social.

Actualmente, la cantidad de leyes que se promulgan y se aplican, sigue una progresión creciente, sin que, por otro lado, hagan disminuir significativamente las actividades que se tratan de reprimir.

Supuestamente, bajo un cierto enfoque conductista, la previsión de un castigo tendería a hacer disminuir la probabilidad de ocurrencia de la conducta castigada.

En el terreno legal esta tesis no parece funcionar. Ya sea por ineficacia en la detección de los delitos y aplicación efectiva de las leyes, ya sea porque las leyes no conforman un sistema de creencias asumido en los sistemas de referencia informativos de las personas —que resulte eficaz en la determinación interna de sus conductas— lo cierto es que parecen prevenir poco la comisión de acciones que persiguen fines ilícitos.

Con relativa independencia del entramado legal, en una sociedad corrupta, lo normal es la corrupción, y lo anormal es la honradez.

La filosofía moral, que trata de la bondad o malicia de las acciones humanas, se encuentra estrechamente ligada a la filosofía política en la que las acciones humanas estudiadas son las que relacionan a gobernantes y gobernados. El propio Aristóteles, establece conexiones entre sus investigaciones en Ética (Nicomáquea y Eudemia) [i] y las que efectúa en su Política [ii].

El tratado de Aristóteles acerca de la política carecería de sentido si se suprimiera la perspectiva ética en sus análisis. Por ejemplo, en su definición del buen gobernante:

«Decimos que el buen gobernante debe ser bueno y sensato… (ibíd., p. 161) […] La prudencia es la única virtud peculiar del que manda; las demás parece que son necesariamente comunes a gobernados y gobernantes.» (ibíd., p.164)

En relación con los malos gobernantes Aristóteles, entre otras cosas, afirma lo siguiente:

«Mas ahora, a causa de las ventajas que se obtienen de los cargos públicos y del poder, los hombres quieren mandar continuamente, como si el poder procurase siempre la salud a los gobernantes en estado enfermizo. En esas circunstancias, sin duda perseguirían los cargos.» (ibíd., p. 170)

A su vez, la definición que Aristóteles ofrece de los ciudadanos es la siguiente:

«Ciudadano en general es el que participa del gobernar y del ser gobernado; en cada régimen es distinto pero en el mejor es el que puede y elige obedecer y mandar con miras a una vida conforme a la virtud. (ibíd., p. 191) […]… la virtud del ciudadano está forzosamente en relación con el régimen.» (ibíd., p. 160)

Por lo dicho anteriormente, para que una sociedad sea sana, no basta con que se promulgue una infinidad de leyes que conlleven sanciones a quienes las infrinjan, sino que, en mucha mayor medida, depende de la estructura moral que predomine, no solo en la organización de la misma, sino, también, en los ciudadanos que la compongan.

En cualquier sociedad, el hecho de que se genere un gran volumen de acciones malas, ha de considerarse un defecto estructural de la propia sociedad, el cual no puede ser otro que la privación generalizada de los principios reales de la verdad y del bien, rigiendo las conductas de un número excesivo de gobernados y gobernantes.

El propio Aristóteles afirma que «…la comunidad existe con el fin de las buenas acciones y no de la convivencia.» (ibíd., p. 178), lo cual evidencia la importancia que posee la presencia del principio del bien, desde el origen mismo de la constitución de una comunidad humana.

Cuando no se vislumbran por ningún sitio unas hechuras sociales de naturaleza ética, en sus cimientos, su esencia y su estructura; cuando parece que hasta la misma palabra «moral», en las escasísimas ocasiones en que se escucha, produce extraños sentimientos de desagrado en quienes la escuchan; cuando son muchas las personas que se quejan de la ausencia de valores en los jóvenes…, resulta obvio que la corrupción se está extendiendo como una mancha de aceite.

Ahora bien, todas las crisis de decadencia política, social y cultural, que nos muestra la historia, vienen acompañadas y, posiblemente, precedidas, de crisis éticas o morales.

Comparemos el funcionamiento de sociedades emergentes con el que ocurre en otras, decadentes, y constataremos que su diferencia se encuentra en el diferente vigor que tenga la moral en las interacciones sociales e interpersonales.

Por otro lado, aunque la corrupción suela tener efectos económicos manifiestos en términos lucrativos para los corruptos, y de empobrecimiento para quienes no lo son, la corrupción no se reduce a tales casos, y, ni siquiera en ellos, el lucro indebido ocupa todo el campo de su definición.

No solo se trata de cuánto dinero roban quienes se dedican a hacerlo, o de cuántos son los que lo hacen, sino de las causas que, instaladas en ellos, determinan que lo hagan.

La clave se encuentra en los determinantes de las acciones de quienes intervienen en tales acciones, que, en última instancia, tal vez se reduzcan a uno: el poder sobre los demás.

Cuando en una sociedad el valor del poder crece, el de la moral decrece, y viceversa, por lo que resulta impensable que no haya corrupción en una sociedad en la que imperan las relaciones de poder, sobre las relaciones fundadas en la honradez, el bien, o el amor.

[i] ARISTÓTELES; Ética Nicomáquea; Ética Eudemia; introducción de Emilio Lledó Íñigo; trad., y notas por Julio Pallí Bonet; Editorial Gredos, S.A., Madrid, 1985

[ii] ARISTÓTELES; Política; introducción, traducción y notas de Manuela García Valdés; Editorial Gredos, S.A., Madrid, 1988

 

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