Blog de Carlos J. García

La abolición del hombre para la creación de la masa

La faceta revolucionaria que conlleva la abolición de la noción natural de realidad lleva varios siglos en marcha. A pesar de que la noción de realidad es primaria, fundamental e imprescindible para empezar a entenderse a uno mismo, al ser humano en general, sus creencias y su conocimiento, el desgaste que se ha hecho y se sigue haciendo de ella es extraordinario.

No obstante, no me detendré en esta faceta dado que ya ha quedado expuesta en otros artículos de este mismo blog, sino que me ocuparé de la abolición de los principios reales conocidos como trascendentales: el bien, la verdad y la belleza.

Estos principios se refieren a aquellos determinantes reales que deben imperar en las relaciones interpersonales y, en general, en las relaciones de un ser humano con todo aquello con lo que interacciona.

Fijémonos primero en el principio del bien. Una persona debería relacionarse de un modo no destructivo con el entorno en el que vive, procurando actuar de un modo no dañino con otras personas, animales o cosas. Sencillamente, diríamos que es buena persona aquella que actúa dentro de ciertos límites que no perjudican a otros y, en ciertas ocasiones, si está dentro de sus posibilidades, trata de prestarles ayuda.

Este es un principio al que por regla general se ha denominado moral.

Recientemente se ha puesto de actualidad de modo muy extendido el uso del denominado buenismo, que aproximadamente consiste en parecer buena persona sin serlo.

En este asunto podríamos pensar que la persona que trata de parecer buena es una persona hipócrita, siempre que comparemos la acción regida por el verdadero bien con la acción que no se atiene a él, pero que lo aparenta.

Es decir, la definición del buenismo parece requerir el contraste entre la acción moral propiamente dicha y la acción inmoral cuya apariencia se diseña para engañar a la mirada ajena haciéndola pasar por buena.

Las nociones de bien y mal se refieren directamente a cosas y seres reales, por lo que la moral se encuentra vinculada a la realidad. Lo contrario ocurre con éticas o modos de conducirse diseñadas convencionalmente con fines que no relacionan las acciones con sus efectos perjudiciales o beneficiosos para los seres reales.

Ahora bien, preguntémonos qué pasaría si una persona careciera absolutamente de moral e incluso de la noción misma de moral, pero que se adaptara a los usos sociales que prevalecieran en su entorno social, siendo estos de simple apariencia estética socialmente benigna.

La persona sin moral se atendría a un criterio de estética social buenista sin tener la menor noción de que esa estética fuera o pudiera ser inmoral.

Ahora bien, descartada la moral, la noción misma de buenismo dejaría de estar referida a una apariencia moral, lo cual la convertiría en una suerte de pseudomoral o de esteticismo formalista de cuño social en toda la regla. En tal caso, ser buenista sería lo bueno, mientras lo malo sería no serlo.

Pero ¿qué sería ser buenista? Ser buenista y ser socialmente bueno sería idéntico. Lo bueno entonces sería parecer bueno de modo que serlo sería lo mismo que parecerlo.

En tal contexto, obviamente, no sería bueno el que pareciera malo, por lo que parecer malo sería lo mismo que serlo.

Una vez que tales apariencias se han desanclado del principio moral surge la cuestión básica que se refiere a ¿qué es lo que parece malo?, y, obviamente, a ¿qué es lo que parece bueno?

Se trata de un análisis estético de meras apariencias que no son expresión de aquello que es, sino una especie de uniformes con los que se trata de comunicar al resto de la sociedad la adhesión o no que se tributa a la misma.

La ubicación natural de la moral es el interior de la persona. La moral es parte fundamental de la propia autonomía personal y el factor clave para el diseño y la expresión de las acciones sujetas a decisiones personales.

Una persona genérica puede funcionar bajo el principio moral o no hacerlo de ese modo, si bien, no necesariamente así en la totalidad de sus acciones. Las condiciones externas o sociales en las que se desenvuelva pueden actuar con mayor o menor peso en su producción.

A mayor presión social a favor de la emisión de acciones estéticamente correctas, el peso de la autonomía personal puede seguir siendo decisivo, pero más frecuentemente, debilitarse para converger congruentemente con el sentido de la influencia que la persona reciba del entorno.

En entornos que ejercen una presión social elevada sobre las personas, será más difícil que su posible autonomía personal se manifieste tal como es debido al riesgo de emergencia del factor de la incongruencia.

La sociedad opera como un poder directivo que establece un marco ético y estético que puede hacer congruentes o incongruentes las acciones que las personas emitan dentro de ella.

Una sociedad muy dominante puede llegar a eliminar la autonomía personal de la inmensa mayor parte de las personas que viven en ella. Otra que sea más libre permitirá en mayor medida las acciones que sean producidas por la autonomía de cada cual.

La cuestión es que la moral personal puede llegar a desaparecer de facto a manos de éticas sociales dominantes, con sus correspondientes apariencias estéticas, para quedar sustituida por ellas.

Ahora bien, una tiranía es exactamente esto que acabo de exponer. Un colectivo social impone unas reglas sobre las acciones individuales de forma totalmente independiente de la moral personal, por lo que la autonomía personal queda eliminada y toda persona deja de serlo por estar sujeta a un gobierno heterónomo que la sustituye.

Aquellas personas que actúen en congruencia con la ética impuesta sentirán el respaldo del poder del que ésta emane, mientras que las personas en las que siga prevaleciendo su propia autonomía, no solo podrán llegar a emitir acciones incongruentes que sean sancionadas con diversos tipos de castigos, etc., sino que pueden caer en situaciones de aislamiento social llegando a reducir su verdadera existencia a niveles psicológicamente problemáticos.

En estas condiciones adversas lo más fácil es que el grueso de la población se atenga a la estética social —lo que actualmente se denominaría como “lo políticamente correcto”—, suspender su propia autonomía personal y funcionar de modos estéticamente buenistas.

Entonces el buenismo no se trata de una apariencia falsa que simula una moral personal, sino el reflejo fiel de lo estéticamente obligado, definido por el poder tiránico que esté dominando en el entorno social de que se trate.

No obstante, sea como sea esa imposición, ese buenismo producto de la heteronomía ejercida por un poder exterior sobre las personas, destruye la esencia misma de la condición de persona cuya definición requiere que disponga de autonomía y, especialmente, de autonomía moral.

Una estética metafísicamente hueca configurada formalmente por meras apariencias, renegando de la esencia de aquello que es, engulle y disuelve, no solo el bien, sino también la verdad.

En tal caso, el valor estético de lo convencional procede de la eficacia de la violencia social con la que se imponga destinada a disolver a las personas propiamente dichas.

Examinemos algo parecido referido a otro principio real de coexistencia que es el principio de la verdad.

Ya llevamos mucho tiempo escuchando el mensaje sofista de que la verdad no existe, que cada cual tiene su opinión y su verdad con el mismo grado de valor que tengan todas los demás.

Este principio tiene dos facetas. La primera es la del conocimiento y, la segunda, la de la comunicación.

Con respecto a la primera de ambas facetas, la persona cognoscitivamente independiente forma sus creencias acerca de cómo son las cosas fundada en su propia función de conocimiento. Examina las cosas, examina lo que otros dicen de ellas, hace crítica de las ideas, reflexiona sobre las suyas propias, etc., y atribuirá carácter real a unas ideas y no a otras.

Este modo de hacer sus creencias es parte de la propia sustantividad y requiere disponer de confianza en sí misma, tal como ocurre en el caso de la persona con su autonomía sujeta a la moral universal.

No obstante, el ataque masivo al principio de la verdad y la defensa sofística de la subjetividad irreal, van directos a erosionar esa confianza básica en el propio conocimiento personal y a potenciar una suerte de objetividad democrática como argumento válido para formar las creencias.

Así, se sostiene que aquello que una persona conoce no es verdad a menos que la sociedad afirme que lo es. Es decir, la verdad se ha expropiado como principio que hace posible el conocimiento de las personas, y se lo ha apropiado la sociedad esgrimiendo la ciencia como punto fuerte de su prestigio.

Ahora bien, de poco valdría la ciencia con sus luces y sus sombras, y producida bajo el poder dominante de una sociedad, si no hubiera unos medios de comunicación que emitieran mensajes a diestro y siniestro, respaldando la verdad de las ideas que contienen para que la gente las crea.

Las limitaciones de la ciencia solamente parecen conocerlas los verdaderos científicos y entre ellas hay, sobre todo, unas restricciones muy estrictas acerca de las cosas que elige investigar, pero en manos del periodismo de masas la imagen que se transmite es la de que es un órgano dotado de omnisciencia divina y de infalibilidad. Al lado de la imagen que se da de ella, y por extensión, de lo que se piensa institucionalmente sobre cualquier cosa o asunto, una persona individualmente considerada es un cero a la izquierda en esa función del conocimiento humano.

Así, lo que se cree con el respaldo de la sociedad es verdad y lo que alguien cree sin ese respaldo es falso por definición.

Lo cierto es que una sociedad propagandística hasta la saciedad y con la pretensión de dominar a las personas que viven en ella, adquiere una influencia decisiva sobre estas, al respecto de los dogmas que deben creer y los que no.

Alguien que no esté de acuerdo con los grandes dogmas respaldados socialmente tendrá muy difícil la comunicación con otras personas y, sobre todo, tendrá que disponer de mucha confianza en sí misma para no abdicar en la tarea de conocer que, no se debe olvidar, es una función tan necesaria como la de respirar.

Al final, lo que digan las grandes televisiones y aquello que impere en internet construyen una visión de la realidad y del mundo con la que, quienes se sumen, alcanzarán la armonía social, y quienes no, caerán en la incomodidad de sostener en solitario la veracidad de aquello que saben o conocen.

En definitiva, siendo la verdad un principio que impera por defecto en el seno de las funciones superiores de la persona individual y que la conduce a adquirir un cierto nivel de conocimiento de la realidad, también queda externalizado a manos del poder social como ocurre con el tándem de la moral individual y la ética social.

En cuanto a la faceta de la comunicación, la supresión del principio de la verdad también elimina la noción de mentira, de engaño y de otras distorsiones de la comunicación.

Un enunciado es verdadero si se corresponde con aquello a lo que se refiere. La idea es verdadera si representa fidedignamente a la cosa y no lo es en caso contrario.

Ahora bien, bajo la progresiva disolución de la noción de realidad hasta el punto de que no se considera algo ontológicamente sólido y unívoco, se justifica la legitimidad de cualquier forma de subjetividad no real.

En este sentido, resultaría irrelevante la correspondencia, mucha o poca, que tengan los mensajes que alguien envíe a otras personas, en relación con aquello a lo que se refieran.

Si la verdad no existe parece que lo único que queda para evaluar los enunciados que se emitan será su apariencia de verdad, lo cual tiene mucho que ver con el grado de credibilidad que otras personas les atribuyan cuando los reciban.

Al respecto parece haber también una estética de la convicción comunicacional, muy trabajada por los antiguos sofistas que enseñaban a hablar a sus alumnos para convencer a un determinado público de que sus discursos tenían referente real y los de sus contrarios no.

El pragmatismo retórico llevado al terreno práctico consiste en que el receptor del mensaje llegue a creer que éste se corresponde con la realidad referida. Si ocurre de ese modo, se valida la creencia en términos de que es verdadera.

Si se consigue hacer creer al destinatario lo que se le dice, dicha creencia participará en mayor o menor medida en la producción de sus acciones, por lo que la eficacia de la producción de creencias podrá medirse por las acciones que el receptor emita a causa de haber incorporado la creencia de que se trate.

¿Cómo oponerse entonces a los dogmas falsos que se propagan, las mentiras, las medias verdades, las noticias falsas, las posverdades, etc., que se destinan a manipular a la población?

La persona individual privada de autonomía moral, de independencia cognoscitiva y de criterios para distinguir lo verdadero de lo falso, ¿en qué se acaba convirtiendo?

Pero si la persona conserva sus criterios morales y su actividad cognoscitiva dentro de un entorno social poderoso que tiende a su eliminación, ¿en qué quedarán su expresión, su comunicación y su existencia sociales?

Pensemos en una situación en la que en una reunión social de cualquier tipo, todos los individuos presentes llevan a cabo conversaciones políticamente correctas salvo una de las allí presentes, que rompe la armonía general diciendo algunas verdades que nadie más dice o emitiendo acciones auténticamente buenas destinadas a ayudar a algunos de los que allí se reúnen. ¿Cuál tiende a ser la reacción del grupo hacia esa persona discrepante?

La interrupción de la armonía esteticista que puede darse en reuniones grupales a causa de que alguien introduzca algo incongruente con la misma, ya sea un juicio moral, alguna verdad o alguna experiencia discrepante con la misma, suele ir seguida de ataques más o menos virulentos o, como poco, de desprecio y condena al aislamiento del hereje.

En el libro Adiós a la verdad [i] Gianni Vattimo ya dejó sentada la afirmación de que la verdad es mala sobre todo por ser tiránica, ya que es enemiga de la sociedad abierta de la democracia liberal. (p. 22)

En cuando a la adquisición individual de los usos sociales formalistas, convencionales y anti-reales, que en ningún caso son expresión personal alguna que emerja espontáneamente de un ser real, sino pura impersonalidad vestida de meras apariencias sancionadas favorablemente, no parece haber otro modo de adquirirlos que no sea la mimesis, la imitación o la copia de los modelos que se propaguen en los medios o de individuos que ya los hayan adquirido de estos.

Por otro lado, un aspecto colateral que incide en el modo de resolución del conflicto en el sentido de caer bajo la subordinación de los imperativos sociales se refiere a la autoestima y sus desviaciones.

Cuando la sociedad respalda todas aquellas acciones individuales que se clasifican como válidas según la estética social al uso, nos encontramos con el beneplácito masivo a la existencia de ese tipo de conductas, lo cual conlleva un respaldo del poder a aquellos individuos que las emitan y el consiguiente rechazo a quienes no lo hagan.

Ahora bien, dado que la autoestima equivale a la capacidad existencial que cree tener un individuo sin que, generalmente, se llegue a diferenciar entre la autoestima producto de la verdadera existencia personal, de aquella otra que se refiere al respaldo que tengan las acciones que emita el agente de las mismas —que no como sujeto de ellas—, nos encontramos con que hay un tipo de «autoestima» existencial disociada del yo del agente que obedece al poder.

De ahí que, quienes funcionan bajo ética social con anulación de su autonomía moral, notan crecer su «autoestima» cuanto más anulan ésta y más verifican aquella, sin que lleguen a percatarse de que debilitan su propio yo hasta convertirse en meros agentes sociales.

Por lo tanto, parece que, el sentimiento asociado al valor que la persona se reconoce a sí misma por su capacidad para existir puede confundirse con el valor que recibe desde el exterior por emitir acciones en subordinación al poder de turno.

Es decir, la verdadera autoestima es estima del yo por actuar existencialmente en conformidad con el propio ser, lo cual a veces se siente como valentía. Al contrario de esto, ese otro sentimiento debido al aplauso que recibe la acción en subordinación social es estrictamente impersonal; sustituye al yo por ser una mera partícula social; deriva de ser objeto de valoración ajena y, en el fondo, es una forma de cobardía con sacrificio de los principios reales.

No obstante, el individuo que hace existir los valores de la ética social por medio de sus acciones, y que es aplaudido por ello como mera partícula de una sociedad orgánica, con el aplauso recibe valor y con éste una cierta energía que le sirve para benignar dicha identidad hasta niveles que pueden resultar asombrosos.

En tales niveles de benignación por la recepción de valoración ajena, y con la identidad personal ahuecada, parece acceder a una cierta egolatría que raya en la soberbia, hasta experimentar un sentimiento de superioridad y poder que le convierte en un auténtico apóstol de aquella ética social. A partir de ahí tratará de hacer todos los méritos posibles convirtiendo a otros a su misma “religión” que, en última instancia, consiste en sacrificar a otros seres humanos en el mismo sentido. De ahí parece devenir el sentimiento que impulsa esa cruzada nihilista.

Parece que esto de sentirse mejor por medio de la religión positivista es lo que pudo experimentar Augusto Comte, uno de los próceres más importantes de la revolución nihilista que converge en la implantación de la ideología que impera en la actualidad.

Comte [ii] se refiere a lo que él califica como el “desastroso sistema moral del egoísmo” del siguiente modo:  «Sus fórmulas ordinarias no hacen más que traducir de modo ingenuo su espíritu fundamental; para cada uno de sus adeptos, la idea dominante es siempre la del yo; todas las demás existentes, cualesquiera que sean, incluso humanas, van confusamente implícitas en un sólo concepto negativo y su vago conjunto constituye el no yo; la noción del nosotros no podría encontrar en él ningún lugar directo y distinto. […] En efecto, ese carácter de personalidad constante corresponde sobre todo, con una energía más directa al pensamiento teológico, siempre preocupado, en cada creyente, en intereses esencialmente individuales, cuya inmensa preponderancia absorbe de manera necesaria y toda otra consideración, sin que la más sublime entrega pueda inspirar la abnegación verdadera, justamente considerada entonces como una peligrosa aberración. […] El espíritu positivo, por el contrario, es directamente social en todo lo posible, y sin ningún esfuerzo, por razón misma de su realidad característica. Para el espíritu positivo el hombre propiamente dicho no existe, sólo puede existir la Humanidad, puesto que todo nuestro desarrollo se debe a la sociedad en cualquier aspecto que lo consideremos.» (pp. 162-163) [Subrayados propios]

En su aplicación práctica no es tanto que “para el espíritu positivo el hombre propiamente dicho no existe”, sino que, si se implanta el espíritu positivo en el hombre, sin duda este deja de existir. El espíritu positivo vacía al hombre de realidad, de verdad, de bien y de belleza, pero no por una libre y propia elección, sino para esclavizarlo.

Por otro lado, cuando se conjuga esa forma de abnegación que implica el sacrificio del propio ser, del yo, y del ejercicio de las funciones mentales superiores, con el acceso a una condición compuesta de soberbia social narcisista, de inmoralidad, ignorancia, fealdad y máxima dependencia, el producto resultante es el que expuso Ortega y Gasset en su obra La rebelión de las masas [iii] y al que dediqué uno de los artículos del presente blog titulado Un espejo inteligente en el que mirarnos.

Para concluir, de él solo expondré dos citas:

«Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. […] La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quién no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado… Ahora “todo el mundo” es solo la masa… Vivimos bajo el brutal imperio de las masas.» (pp. 86-87)

«Ésta es la cuestión: Europa se ha quedado sin moral. No es que el hombre-masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna. […] Niego rotundamente que exista hoy en ningún rincón del continente grupo alguno informado por un nuevo ethos que tenga visos de una moral. Cuando se habla de la “nueva”, no se hace sino cometer una inmoralidad más y buscar el medio más cómodo para meter contrabando.» (p. 248)

La única objeción que cabe hacer al excelente libro de Ortega es su título: La rebelión de las masas. Ni las masas se han auto-creado, ni participan ni han participado sustantivamente en rebelión alguna. Son el producto resultante de la abolición del hombre efectuada por la clase dominante que ha pilotado la revolución humanista atea exacerbada hasta el paroxismo en el presente siglo.

 

[i] VATTIMO, GIANNI; Adiós a la verdad; trad. de María Teresa D´Meza; Editorial Gedisa, S.A., Barcelona, 2010

[ii] COMTE, AUGUSTO; La Filosofía Positiva; proemio, estudio introductorio, selección y análisis de los textos por Francisco Larroyo; Editorial Porrúa; México, 2000

[iii] ORTEGA Y GASSET, JOSÉ; La Rebelión de las Masas; Primera edición de 1937; Ciencias y humanidades; Austral; Ed. Espasa Calpe; Madrid, 2008

5 Comments
  • concepcion garcia pascual on 25/04/2019

    Muchas gracias por estos ratos que paso leyendo tus artículos

  • Francisco on 28/04/2019

    Son unos momentos de falsedad y apariencias con todo lo que entraña eso. Dando imágenes falsas y hablando profusamente de temas materiales que nada tienen que ver con el ser humano. Gracias

    • Carlos J. García on 06/05/2019

      Es cierto, el espejo que se pone ante las personas confunde más que aclara aquello que es. Gracias.

  • Ignacio Benito Martínez on 18/05/2019

    Jamás existió una tiranía tan elaborada. El constante lavado de cerebro que sufrimos por los grandes medios de comunicación (de ideas elaboradas artificialmente por los que tienen poder), se encarga de imponer aquello que debemos pensar.
    Simplemente sale alguien con ideas reales en los medios de comunicación, que dice que hay que hacer una “ley que proteja igualmente a todos los miembros de la familia, independientemente de que sean hombres o mujeres”, y automáticamente le ponen a caldo con insultos, chistes de humor negro y demás actitudes de mal gusto, todos los medios de comunicación.
    O gobierna el bien o el mal, la mixtura un engaño.

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