Blog de Carlos J. García

El poder y sus formas de dañar la realidad humana. La irrealidad y su producción (II)

En relación con la producción humana de irrealidad, hay que decir que, las dos grandes actitudes humanas, que se encuentran en radical oposición son, el amor, por un lado, y el poder, por otro.

El amor es la actitud favorable al bien del objeto amado. El poder es la actitud cuyo fin consiste en reducir la existencia de otros entes mediante el ejercicio del control de sus actividades y participando en la producción de entes que caigan bajo su dominio.

Si el mayor bien de un ser humano consiste en su realización mediante el desarrollo de un «yo» que le confiera una esencia real, lo cual puede traducirse en el logro de la mayor autonomía posible dentro de la realidad, entonces, su mayor mal reside en su irrealización mediante la producción de un «yo» privado de propiedades reales, que aporte al ente la mínima fuerza existencial posible, y que caiga fácilmente en condiciones de heteronomía bajo la sujeción del poder. De ahí que el amor y el poder, que tengan por objeto a un ser humano, son dos actitudes caracterizadas por su oposición radical.

Ahora bien, las familias y las propias sociedades pueden estar configuradas de forma que en ellas prevalezcan las relaciones de amor frente a las relaciones de poder, o viceversa.

Las relaciones de amor, son relaciones de ser a ser, en las que se trata de conservar la integridad entitativa de las personas que las sostienen y, por lo tanto, que no dañan la sustantividad, la identidad personal, ni la existencia, de quienes se relacionan de ese modo.

Las relaciones de poder son relaciones de poder a ser, de lucha, por el poder, o por el control de las actividades de relación de otros entes, e, incluso, por dotar de forma constitutiva a los entes que se encuentran en etapas formativas. De hecho, en última instancia, la violencia se caracteriza por el ejercicio del dominio, la posesión o la destrucción que un ente efectúa sobre otro, en pleno ejercicio del poder.

El aprendizaje humano ocurre fundamentalmente por inmersión en contextos informativos o en atmósferas familiares o sociales, además de darse por imitación de modelos, por causas ejemplares o por otras modalidades. De ahí que, una educación que tuviera como propósito la prevención de los trastornos entitativos, debería empezar por emplearse a fondo en generar atmósferas adecuadas en las que no primen las relaciones de poder sobre las relaciones de amor.

Dado que todo poder opera ampliando su campo existencial, arrebatándoselo a otros entes, o, dicho de otro modo, ejerciendo actividades de posesión y dominio de actividades humanas que son, o por naturaleza, deberían ser, propiedad de otros entes, cabe decir que su propensión es contraria a la coexistencia pacífica con cualquier otro ente que se encuentre a su alcance.

No obstante, ni los juicios acerca del poder, ni las posturas de las personas hacia él, son unánimemente negativos, ni positivos, e, incluso, tampoco son todos ellos absolutos, ni relativos.

Cabría esperar que, quienes efectúen sus relaciones con los demás, teniendo el poder como determinante principal de las mismas, lo juzgaran bien, al menos en lo que respecta a detentarlo ellos mismos, aunque no debería ser lo esperable que ocurriera lo mismo con aquellas personas cuyas existencias se vieran mermadas por él. Ahora bien, dicha previsión no parece verificarse de modo general en el grupo de quienes viven bajo él, ni en aquellos cuyas creencias fundamentales serían lógicamente incompatibles con el predominio social de relaciones de poder a ser.

La discrepancia de tales posiciones podría deberse a que el poder no tuviera un significado unívoco para todos, o a otros factores diferentes, como, por ejemplo, a que dependiera de la propia esencia entitativa de cada cual, de sus circunstancias personales con respecto a su propia posición en el entramado de las relaciones de poder, o, también, a asuntos en los que participan como factor relevante sus creencias, por ejemplo, de índole religiosa.

El término poder es polisémico. Puede significar “capacidad de crear” como, cuando  Tomás de Aquino, se refiere al poder divino (poder crear). También puede significar “capacidad de hacer alguna tarea o determinadas actividades” (poder hacer), pero, también, puede referirse a “capacidad de influir y determinar las actividades de otros” (poder hacer hacer).

De estos tres significados posibles, el primero no es de aplicación al ser humano, por lo que solo resulta necesaria la distinción entre, poder efectuar alguna función propia sin la finalidad de determinar acciones ajenas, por un lado, y poder hacer que otros sean o hagan lo que uno pretenda, por otro.

La noción de poder, como mera capacidad de producir algún acontecimiento, fue expuesta por Thomas Reid[i]  (1710-1796) del siguiente modo:

«Todo esfuerzo voluntario de producir un acontecimiento parece implicar una convicción en el agente de que tiene poder de producir el acontecimiento. Un esfuerzo deliberado de producir un acontecimiento implica un concepto del acontecimiento y cierta creencia o esperanza de que su esfuerzo obtendrá su resultado esperado.» (ibíd., pp. 27-28)

Ahora bien, tal definición no aclara si el “acontecimiento” involucra actividades de terceros o solo del propio agente.

Además, la inmensa mayoría de autores que han hecho referencia al poder, lo entienden como poder de influencia o dominación sobre terceros. Es el caso paradigmático de Inmanuel Kant[ii], que en su obra Antropología, en la que analiza las pasiones humanas, se refiere al poder especificándola del siguiente modo:

«De la inclinación a tener influencia en general sobre los demás hombres.

El afán de honores.

El afán de dominación.

El afán de poseer.»

Respecto al afán de dominación dice Kant:

«Esta pasión es en sí injusta, y su exteriorización concítalo todo contra ella. Empieza, empero, por el temor de ser dominado por los demás, y se preocupa de ponerse a tiempo en situación ventajosa de mando sobre ellos; lo cual es, sin embargo, un medio escabroso e injusto de utilizar para los propios designios a los demás hombres; porque en parte provoca la resistencia y es ininteligente, en parte es contraria a la libertad según las leyes, a que todo el mundo puede aspirar, y es injusta.-» (ibíd., p. 214)

Es obvio que, cuando un ser humano efectúa su existencia en un modo de ejercicio que consiste en la dominación o la posesión de  otros seres, está incumpliendo el trascendental del bien. Su existencia es tal que destruye la existencia de otros, por lo que hace imposible la coexistencia con él.

Además, el poder puede tomar dos rutas diferentes para imperar sobre sus objetivos. La más evidente es la de tratar de ejercer dominio directo sobre las actividades de las personas tal como son. La segunda consiste en tratar de determinar la constitución misma de los seres humanos, mediante operaciones que recaen sobre su formación, o, mejor dicho, su conformación a los fines del propio poder.

Si bien la primera ruta se caracteriza por la injusticia, por tratar de imperar en aquello que no le es propio, la conformación de la constitución de los entes al propio poder, puede llegar a ser una aberración en sí misma.  En este caso, el poder se adentra en tareas de tipo creacionista que lindan con la definición del poder de creación, jugando a ser Dios.

En este último caso se encuentran las relaciones de poder a ser que, estableciéndose en la infancia y adolescencia de los entes que trata de conformar, y operando, ya sea en el ámbito social, ya sea en el seno familiar, dispone de enormes facilidades para la consecución de sus objetivos.

La diferencia entre ambas, dicho del modo más ilustrativo posible, consiste en la dificultad de esclavizar a un ser libre, frente a la facilidad de conformar un esclavo mientras un ser humano se encuentra en desarrollo.

Aparte de la violación del principio del bien, cuando el poder opera ocultando sus intenciones y ofreciendo falsas apariencias, es obvio que efectúa una violación del trascendental de la belleza.

El incumplimiento de los principios del bien y de la belleza en sus relaciones con otros seres humanos, hace imposible que estos puedan coexistir con él. El resultado es que verán dañadas sus propias existencias y, si se encuentran en edades formativas, sus propios modos de ser.

Si tenemos en cuenta que, la conformación de un ser al poder es, por definición, la merma estructural de dicho ser, en tanto ser sustantivo o ser en sí, lo que el poder hace cuando opera sobre niños y adolescentes, no consiste en moldear una forma de ser, sino en dañar, mermar, debilitar o enfermar al ser sobre el que opera.

Los niños no son materia prima que pueda ser esculpida al antojo de quienes pretenden dotarles de formas artificiales para hacerlos o deshacerlos según convenga. Son estructuras entitativas preformadas por naturaleza, que deben terminar de formarse dentro de los límites que permita su estructura original, que consiste en seres realizados con capacidad para existir por sí mismos.

La capacidad existencial de un ser humano, gubernativamente autónoma y facultativamente independiente, depende del desarrollo de una sustantividad real, una identidad verdadera, el desarrollo de sus facultades naturales y  la verificación de los principios de razón del sistema entitativo en que consiste.

El ejercicio de la violencia del poder sobre el ser, puede perjudicar todos y cada uno de esos requisitos, y, en función de cuál o cuáles sean, el ser padecerá las correspondientes privaciones, y éstas, se manifestarán en esas formas de irrealidad que se han dado en llamar, erróneamente, trastornos mentales.

El estado actual del estudio de los problemas humanos va muy por detrás de la existencia de los mismos. De hecho, resulta imprescindible efectuar un esfuerzo para que, los modelos teóricos desde los que tales problemas puedan ser comprendidos, experimenten un desarrollo que los ponga a la altura de la posibilidad de su prevención y de su resolución.

 

[i] REID, THOMAS; Del Poder; trad. y notas de Francisco Rodríguez Valls; Ediciones Encuentro, S.A., Madrid, 2005

[ii] KANT, INMANUEL; Antropología. En sentido pragmático; versión española de José Gaos; Alianza Editorial S.A., Madrid, 1991

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