Blog de Carlos J. García

El espíritu bélico en tiempos de paz

Las guerras rara vez se declaran de modo formal. Y en el caso de que se reconozcan como guerras formales, no se suele hacer afirmando que se entra en un estado de guerra a secas, sino que se le agrega algún adjetivo que amortigüe o disipe la gravedad de la declaración: guerras comerciales, preventivas, de pacificación, humanitarias, etc.

No obstante, hay personas individuales que recorren toda su vida en actitud de guerra contra todo aquel que perciban como un adversario, oponente, enemigo o cualquier ser que dificulte la consecución de sus fines o intereses.

En la práctica se podría decir groso modo que la mitad de la población está en permanente estado de guerra contra la otra media que, en su condición de inocencia o falta de perspicacia, ignora por completo dicho estado de cosas por mucho que le concierna.

La clave que sirve para distinguir las actitudes bélicas de las actitudes pacíficas reside en las diferentes licencias que se juzgan válidas para llevar a cabo las acciones que se consideren oportunas para el logro de los objetivos que cada sujeto pretenda.

Las actitudes pacíficas limitan el horizonte de posibilidades de acción al ámbito de lo amistoso o lo neutral de modo que la persona no se permite a sí misma tratar a las demás de manera que resulten damnificadas o perjudicadas por su comportamiento.

Por ejemplo, la persona no se da licencia para: culpar injustamente a otras, engañarlas, robarles sus bienes, traicionarlas, calumniarlas, difamarlas, matarlas, herirlas, manipularlas, violarlas, corromperlas, etc.

Al contrario de esto, en la esfera del espíritu bélico puede caber todo eso y mucho más, dentro de un ámbito de libertad que la persona se permite a sí misma, que solo se verá mermado con el fin de conservar la alevosía o no salir ella misma perjudicada a consecuencia de sus propias acciones.

El espíritu bélico se caracteriza por la eliminación de todas las reglas que pudieran obstaculizar la consecución de la ganancia apetecida, la derrota del oponente, o la victoria sobre el adversario.

El espíritu pacífico no suele darse en ningún momento salvo contadísimas ocasiones en personas a las que desde su formación más temprana se les ha inculcado que la actitud bélica es la única con la que deben vivir. Se les educa para militar siempre a favor de sus propios fines en una competencia permanente con los demás en todas sus relaciones interpersonales, con una excepción que se refiere a disponer de aliados o gentes fieles a sus causas que sirvan a sus intereses. En estas ocasiones imponen la norma de “estás conmigo o estás contra mí”.

En general, las guerras son repugnantes en sí mismas precisamente porque se suelen violar todos los códigos éticos que preservan la convivencia en estados de paz, ya sea por una de las dos partes, ya sea por ambas.

No obstante, a menudo hay que diferenciar entre quienes hacen la guerra de modo defensivo, porque se ven obligados a hacerla a causa de ser dianas de la violencia de un sujeto que les toma por objetivo, de estos últimos que inician la guerra contra los primeros.

En estos casos, aunque no siempre sea así, lo esperable es que el atacante opere bajo un espíritu bélico sin restricción ética alguna que limite sus operaciones, mientras que la persona o el grupo atacado, obligado a defenderse, haga esa guerra bajo unas reglas que limiten sus acciones, aun cuando previsiblemente esa restricción merme su eficacia con respecto al resultado.

Ahora bien, cuando la guerra iniciada no ha sido formalmente declarada y el atacado ni siquiera se percata de que está siendo objetivo de quien la ha iniciado, puede entrar en una condición de indefensión que facilitará su derrota.

En cuando a la causa de las guerras, aquellos que las inician sin haber sido previamente ofendidos por su objetivo, es decir, que no son en legítima defensa, siempre o casi siempre justificarán su agresión en imputaciones falsas al adversario, en pretextos pueriles, en falsificaciones de la historia habida entre ambos, o en cualquier otro argumento inventado por el que se declaran, ya de inicio, como víctimas de sus verdaderas víctimas.

Bajando al terreno más concreto de la propia historia española nos encontramos con un choque secular entre dos mentalidades que, originalmente, estaban mucho más diferenciadas que en la actualidad.

En primer lugar está la población sujeta a tradiciones antiquísimas de índole religioso, concretamente católico, que, aunque no toda ella conozca su propio tronco cultural, ha bebido de esa cultura por simple inmersión en la atmósfera familiar o social de quienes la han transmitido de generación en generación.

Lo más relevante de esa cultura en el terreno social es la transmisión de un espíritu pacífico forjado en la insistencia en el amor al prójimo y en el respeto a los demás, que conlleva incluso la obligación de amar a los enemigos y perdonar sus ofensas.

Esta última obligación resulta especialmente pertinente en lo que se refiere a conservar el espíritu pacífico incluso en estados de guerra, pacifismo que incluye una gran dosis de tolerancia a las acciones ajenas, pero que resulta intolerante hacia cualquier acción propia que transgreda las reglas éticas a pesar de los pesares.

Esta cultura fue agredida por la invasión musulmana, por la revolución protestante, por el liberalismo surgido de la revolución francesa, más recientemente por el comunismo de cuño soviético y, ya en democracia por algunas variantes del socialismo y por la última hornada del comunismo bolivariano.

Pero lo cierto es que esa cultura secularmente violentada se ha resistido en su larga decadencia y de forma inverosímil a adoptar el espíritu bélico de sus agresores, incluso aunque la mayor parte de la población ya ni siquiera recuerde los Diez Mandamientos.

Dentro del espíritu bélico de sus enemigos ha soportado y sigue soportando una leyenda negra cuyas imputaciones resultan inimaginables a la vista de la historia de unos y de otros. Y ante ésta, las voces que la han advertido hasta hace muy poco tiempo han resultado en contadísimas excepciones.

Por poner un ejemplo entre las pocas excepciones destaca Julián Juderías en su libro La leyenda negra[i], de 1912, en el cual describe dicha leyenda negra contra España y los españoles del siguiente modo: «Anda por el mundo, vestida con ropajes que se parecen al de la verdad, una leyenda absurda y trágica que procede de reminiscencias de lo pasado y de desdenes de lo presente, en virtud de la cual, querámoslo o no, los españoles tenemos que ser, individual y colectivamente, crueles e intolerantes, amigos de espectáculos bárbaros y enemigos de toda manifestación de cultura y de progreso. Esta leyenda nos hace un daño incalculable…  (ibid., pp. 1-2) […] El orgullo, la avaricia, el fanatismo, la crueldad, el espíritu vengativo, el desprecio a lo extranjero, la brutalidad y la incultura, eran, según el Taciturno, los caracteres del pueblo contra el cual luchaban las Provincias Unidas.» (ibid., p. 49).

Los bulos contra España por estar mejor definida como una nación de cultura católica no han cesado desde que los inventó Guillermo de Orange ─cuando lo que hacía era dar un golpe contra el estado español─ y es que el fin de esa agresión, así como de otras muchas, no puede ser otro que el de destruir esa mentalidad que pone su énfasis en el espíritu pacífico.

Todas las culturas en las que prevalece el espíritu bélico, que actualmente parecen ser la mayoría, detestan esa mentalidad anti-belicista como si se tratara de algo malo que habría hecho, supuestamente, un enorme daño a la humanidad.

Parece lógico pensar que aquellos que prefieren vivir en guerra, ya sea declarada o no, contra todo lo que no sean ellos mismos, no les gusta que el espíritu pacífico les pueda poner en evidencia o sencillamente les obligue a restringir de algún modo su enorme liberalidad ética para conseguir sus propósitos.

Pero las culturas no pueden identificarse con las naciones desde el momento en que las corrientes de pensamiento y las ideologías traspasan fronteras geográficas.

La secuencia de agresiones a la cultura católica que, al principio, incluía a la inmensa mayor parte del pueblo español, fue dejando en España partidarios de esas culturas belicistas que la agredieron.

En España se colaron el protestantismo, el liberalismo y el comunismo, en muchas personas de sus élites y en cierta proporción significativa de las sucesivas poblaciones, dejándola dividida y con tremendas guerras internas de las culturas invasoras contra la cultura tradicional.

De ahí el famoso “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, que una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.

Con respecto a la penúltima incursión de las citadas que dio lugar a la última guerra civil declarada que padecimos, auspiciada y respaldada por la intensa agresión del poder soviético, lo que más caracterizó al marxismo, más incluso que la promoción de la lucha de clases entre proletarios y burgueses, fue su carácter anti-religioso y especialmente anti-católico.

De los primeros episodios más terribles de aquella guerra fue el asesinato de miles de católicos, sacerdotes y monjas, el cual cabe contar entre los mayores genocidios de la historia, si no el mayor, por razón de las creencias religiosas de las víctimas, el cual, por cierto, continúa ocurriendo en diferentes partes del mundo.

El comunismo, sobre todo, se define por su anti-catolicismo, lo cual es de enorme gravedad dado que por serlo también es el tipo de pensamiento más bélico que se pueda dar.

Dicho de otro modo, si el catolicismo es, sobre todo, pacifismo, el comunismo es, por encima de otras cosas, belicismo, de lo cual efectúa auténticas exhibiciones de terror.

De hecho el espíritu bélico del comunismo le lleva a romper continuamente los estados de paz con los que se encuentra, roturas a las que en España se sigue respondiendo de un modo similar al del espíritu tradicional no beligerante.

En la versión actual del comunismo, que es el del Foro de Sao Paulo, o dicho de forma común, el bolivariano, el activismo bélico de los partidos que lo profesan impone una violencia social permanente, dividiendo a la población de todas las formas posibles, sembrando cizaña, inventando un mundo irreal en paralelo y poniendo en serio riesgo la permanencia del actual régimen político.

Pero es que la socialdemocracia que practicó el PSOE hasta poco después del año 2.000, terminó con la llegada al poder de Zapatero, el cual ha demostrado auténtica devoción hacia el Foro de Sao Paulo y, por lo tanto, acercándose tanto a Podemos que incluso su continuador Sánchez se ha aliado con ellos para la formación del gobierno que tenemos en la actualidad: la destrucción de esa cultura tradicional tercamente pacífica.

La ganancia de poder que se va acumulando en la formación social-comunista, que amenaza con convertir a España en un país comunista en un breve espacio de tiempo, tendrá el dudoso honor de haber logrado lo que las sucesivas agresiones históricas antes mencionadas no pudieron lograr.

No obstante, las alianzas que esa coalición establece con las fuerzas separatistas catalanas, vascas y de otras regiones, que por asombroso que parezca tienen elites liberales y racistas entre sus miembros, deja a las claras que si el comunismo tuvo una ideología más allá de su anti-catolicismo y que supuestamente promovía una reducción de las desigualdades sociales, ya no la tiene.

Lo que une a todas esas formaciones que aspiran a detentar el poder absoluto para acabar con España, no son ideologías propiamente dichas, sino la ganancia y acumulación de poder para destruir lo poco o mucho que quede de cultura católica en España.

Al fin y al cabo, la cultura católica con su espíritu pacífico es radicalmente incompatible con cualquier mentalidad psicopática que a lo único que aspira es a tiranizar a todos aquellos que le dificulten dar satisfacción a sus ansias de poder. Por eso han de fomentar todas las guerras posibles para sacar lo peor de las personas y establecer el espíritu bélico en todas las que viven al contrario.

Parece ser que la elogiada transición española fue una transición pero no del tipo que mucha gente creía.

¿Dónde ha comenzado a generarse este problema?

¿Cómo han llegado al poder del estado una serie de partidos cuyo único fin es aglutinar todo el poder posible a costa de la población, incluyendo a sus propios votantes?

Esos partidos son legales y pueden participar libremente en el actual sistema democrático. Conociendo su historia, incluyendo especialmente la que tuvieron en la última guerra civil, no hubiera sido difícil prever el actual resultado, pero esos mismos partidos y otros similares participaron en las reglas que les han permitido estar donde están.

Se supone que un régimen democrático tiene la utilidad de que las disputas políticas se efectúan de manera pacífica, pero ¿qué ocurre cuando hay un número de partidos cuya mentalidad es belicista compitiendo de igual a igual con partidos cuya mentalidad es pacífica?

¿Cómo van a poder coexistir dentro de un mismo régimen democrático partidos tan contrarios entre sí, como que unos son pacíficos y otros belicistas, sin que estos destruyan a aquellos y pongan fin al sistema plural?

¿Son legales las licencias que esos partidos se dan a sí mismos para culpar injustamente a otros de lo que ellos mismos hacen, mentir, engañar a la población, robar bienes públicos sin ser ilegalizados, traicionar a sus votantes, calumniar y difamar a otros partidos, manipular los medios de comunicación, corromper las costumbres, etc.?

¿Hay algún tipo de regulación que limite acciones típicamente bélicas aunque aparentemente incruentas, en la competencia democrática entre partidos?

Es obvio que no hay limitación legal alguna salvo las que hay en materias de financiación de los partidos y de la comisión de delitos como el apoyo manifiesto al terrorismo.

Cada vez se hace más patente lo anticuadas que van quedando muchas instituciones de tipo jurídico o legal para regular y controlar las nuevas acciones destructivas que van surgiendo en este siglo.

Lo hemos visto con toda claridad en la rebelión separatista catalana cuyo fin es la rotura del estado español mediante un golpe de estado continuado en el tiempo y efectuado por medio de formas de violencia que en la práctica se han juzgado como físicamente incruentas.

Lo que ocurre en Cataluña es un paradigma de nuevas formas de guerra, las cuales no caben dentro del concepto tradicional de lo que es una guerra aun cuando sus fines sean los mismos de siempre.

Ese poder, incrementado mediante las nuevas formas de violencia con mortandad reducida, y que acaba imponiéndose sobre nuevas áreas de la población conquistada, diseña y produce a su antojo nuevas mentalidades, modos de ser, actividades, trabajos, etc., y todo ello en condiciones de sometimiento y subordinación fundados en la mentira y el terror.

Además, la clasificación artificial de grupos, clases o subconjuntos sociales, que efectúa este nuevo marxismo cultural, definiéndolos por cualidades contrarias entre ellos, para oponerlos y enfrentarlos, ya sean partidos, sectas, géneros, o lo que se les ocurra, no solo rompe la unidad primordial que define a cualquier sociedad propiamente dicha, sino que una vez iniciada la guerra —declarada, o no— se invierte lo más sustancial de la propia sociedad, lo cual, también concierne al corazón mismo de la dignidad humana.

Los grupos instigadores convierten a las personas en militantes. Militantes que militan en un bando cuya misión es la destrucción del contrario, para lo cual, se rompen todas las reglas de convivencia y se inician escenarios en los que todo o casi todo vale para la consecución de ese siniestro fin.

Lo único que diferencia estas nuevas guerras civiles de las antiguas es que, en las de ahora, se emplea muchísimo más y casi exclusivamente la toxicidad informativa articulada con torrentes de mentiras, falsificaciones, falsedades, bulos, fakes, posverdades y cualesquiera otras artimañas que sirvan bien al engaño.

El problema que tenemos no es menor ya que el ser humano es, casi todo él, información, y si unos mienten mucho y otros mucho menos o nada, podemos hacer una previsión fundada de lo que le ocurrirá a España. El problema es que en democracia vale mentir y gana el que mejor lo haga.

 

 

[i] JUDERÍAS, JULIÁN; La leyenda negra y la verdad histórica. Contribución al estudio del concepto de España en Europa. De las causas de este concepto y de la tolerancia religiosa y política en los países civilizados; Según la edición de Madrid, Tip. De la «Rev. De Arch., Bibl. Y Museos», 1914. Ed. 2017

 

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