Blog de Carlos J. García

El equilibrio de la realidad

Descartes no fue el primero en negar la realidad que puede aprehenderse por medio de los sentidos, o, al menos, no fue el único que participó en los comienzos de la demolición de la realidad.

Su contribución dio lugar a la inauguración de una cierta forma de delirar que se conoce como racionalismo: la nuda razón, negando la información sensorial, como vía para acceder a la verdad.

Ahora bien, no se puede saber con certeza si, el uso de la nuda razón que desestima prestar atención a cuanto hay fuera de ella, es una forma de delirar o de hacer delirar a quienes prestan sus oídos a los argumentos que predica.

La contestación empírica a dicha alteración no vino, como se cree, del mal llamado empirismo de David Hume, ya que éste parecía estar de acuerdo con Descartes en que la información sensorial era de índole alucinatoria, y así lo sostuvo en su tratado.

El empirismo, tal como hoy en día se concibe, posee una larguísima tradición desde los tiempos en los que se originó el escepticismo, cuyas principales aportaciones fueran hechas por los físicos, es decir, por los médicos.

El inicio de su triunfo vino por la vía de la denominada revolución científica, cuyo principal practicante fue Newton, y, su mayor exponente teórico Francis Bacon. Ahora bien, empezó a alcanzar su cima con Augusto Comte y los sucesivos positivismos hasta llegar al imperio científico que hoy disfrutamos, y, también,  padecemos.

No obstante, el hachazo que partió el conocimiento en sus dos partes fundamentales, a saber, la sensación y la razón, no fue el único que dio la modernización en aquellas épocas.

También cayó el hacha sobre la buena relación que había entre el agente que conoce y el objeto conocido, entre la realidad que porta el agente y la que aportan las cosas.

Algunas de las tensiones entre el subjetivismo y el objetivismo, quedaron expuestas en un artículo anterior de este mismo blog titulado La objetividad y la subjetividad.

Los dos tipos de divisiones expuestos, junto a otros cuantos que podríamos citar, presentan la característica de considerar como oponentes o contrarios, factores cuya contribución es indispensable para que pueda hacerse algún conocimiento de la realidad, y que, de hecho, son componentes de la propia realidad.

La razón y la sensación cooperan amistosamente en cualquier intento que se haga para conocer algo. Las aportaciones del agente que conoce (a veces llamado sujeto) y del objeto que se da a conocer, también son, ambas, imprescindibles, y cooperan para hacer conocimiento.

Por lo tanto, convertir a los diferentes componentes de algo real en competidores no puede ser más que el resultado de una agresión a la realidad misma.

Hoy en día, vemos facciones adversarias en prácticamente todas las esferas de la vida social, política, económica, académica… lo cual se nos presenta como la consecuencia lógica de la libertad de pensamiento y de su expresión.

Hasta llegan a resultar caricaturescas las discusiones y broncas ideológicas de los diferentes militantes de los partidos políticos, ante un público que, atónito, no llega a comprender por qué nunca se reconocen razón alguna, los unos a los otros.

Cuando se trocea la realidad en múltiples partes, surgiendo partidarios que, sectariamente, juzgan bien la parte que defienden ellos, y, mal, las partes que defienden otros, nos encontramos ante un espectáculo difícilmente comprensible.

Entiendo que, el fondo del espectáculo actual, procede de la destrucción de la noción de realidad, efectuada, sobre todo, por medio de la disolución de la metafísica.

Parece ser que, una de las cimas a las que llevó dicho proceso disolutivo, se sitúa al final del siglo XVIII, en el que Destutt de Tracy inventó el término ideología para sustituir al de metafísica.

Inicialmente, los ideólogos se interesaron por el estudio de las facultades y de las ideas producidas por las mismas, lo cual parece que siguió lógicamente al auge del subjetivismo.

Ahora bien, las actitudes políticas de algunos ideólogos que, primero fueron partidarios de Napoleón, y luego se opusieron a él, suscitaron en éste comentarios peyorativos sobre los ideólogos, que contribuyeron a que el término “ideología” se cargara de un sentido peyorativo y doctrinario.

No obstante, la noción de ideología fue quedando vinculada a la política, y, cada vez más, fue adquiriendo el vigor que tiene en la actualidad.

De ahí que, una aproximación al término ideología, puede ser la siguiente: Las ideologías son conjuntos de ideas justificadores de la actividad política; son el sustrato doctrinal que es usado en apoyo del uso del poder y a su vez, constituyen directrices esquemáticas que ofrecen el curso y la dirección de la propia actividad política, de lucha por el poder.

Por otro lado, ¿cuáles son los contenidos de las diferentes ideologías que existen actualmente? Si nos fijamos bien, vuelven a ser defensas de unas partes de lo que es, hay o existe, y ataques al resto de las partes.

Fijémonos, por ejemplo, en las aportaciones que requiere, hoy en día, cualquier actividad económica o laboral, de forma sostenible: un estado con leyes y sistemas de asistencia y protección de la población trabajadora, la técnica y el capital.

Son cuatro componentes indispensables para que una persona, y quienes dependan de ella, puedan vivir del trabajo, sin morir en el empeño.

No obstante, ante nosotros se nos ofrecen diversas propuestas ideológicas sectarias que, en ningún caso, parecen tener en cuenta la totalidad de dichos componentes: unas que defienden el estado y su unidad legal, y otras que lo atacan; unas que pretenden sacar todos los beneficios del trabajo para los trabajadores, mientras otras prefieren que se lo lleve todo el capital, y, otras más, el estado; otras aspiran a una sobreprotección de los trabajadores por parte del estado, hasta el punto de querer que este pague salarios de por vida, quieran o no, trabajar; otras quieren que los trabajadores carezcan de todo tipo de protección o asistencia, en caso de necesidad, por parte del estado…

Cualquier político debería saber que, procurar el bien de una o dos de esas partes, causando el mal en las otras, conlleva la imposibilidad de que se sostenga la propia dimensión productiva de una sociedad.

Por otro lado, aplicando una sencilla distribución equitativa de los beneficios del trabajo, según sean las respectivas contribuciones de las diferentes partes, se accedería a un modo justo del reparto de la riqueza producida.

¿Tan difícil es que los partidos políticos se pongan de acuerdo en una tarea que cualquier programa informático podría efectuar sin excesiva complejidad? ¿Qué se lo impide?

Al parecer, si se pusieran de acuerdo en algunos asuntos como este, las propias ideologías desaparecerían, ante la emergencia de la realidad.

La percepción de la realidad requiere ver la totalidad de los componentes de los estados de cosas actuales, su historicidad y su previsión a futuro. No está al alcance de prejuicios estrechos, ni de partidismos cuya subjetividad se funda en intereses mezquinos.

Tal vez, podría pensarse que la superación de las ideologías se podría hacer mediante posiciones centristas, elaboradas por equidistancia de las posiciones extremas, pero esto es un error de concepto.

La realidad no es centrista, ni extrema, ni se refiere a posición alguna, sino que es el principio real compuesto del ser y los trascendentales, que da lugar a que los sistemas de existentes se encuentren en formas estables de equilibrio, a base de que todos sus factores necesarios cooperen para hacer posible la viabilidad del conjunto.

El truco ideológico de despedazar la realidad, poniendo unas partes contra otras y apostando diferencialmente por alguna de ellas, o, directamente, negando uno o más de sus componentes necesarios, ya debería haber quedado superado por el sentido común.

Si no ha sido así, es por la larga tradición y experiencia acumulada de los laboratorios filosóficos que se han dedicado al desdichado fin de desmantelar la realidad.

Las verdades y los bienes parciales, las irrealidades, las maldades, las luchas por el poder,… contribuyen sistemáticamente a mantener enterrada la realidad, mientras una sociedad irreal ejerce el papel de sustituta de la auténtica realidad.

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