Blog de Carlos J. García

El colaboracionismo demagógico

La demagogia, según el DRAEL, tiene dos significados. El primero, la dominación tiránica de la plebe con la aquiescencia de esta. El segundo, es el halago de la plebe para hacerla instrumento de la propia ambición política.

No se sabe muy bien de dónde proviene la necesidad del neologismo populismo, pues, generalmente, es utilizado de manera sinónima al término demagogia.

La demagogia posee un componente de seducción retórica, aportado por el político que hace uso de ella, para halagar al posible votante.

No obstante, para que sea eficaz, requiere de otro factor tan necesario como el anterior. Se trata de alguna forma de disposición favorable, del propio destinatario del discurso, a responder agradando al propio político mediante la emisión de su voto.

El primero de los dos significados de la demagogia se reconoce fácilmente en algunos momentos históricos que todos tenemos grabados en la memoria, a menudo, debido a su divulgación cinematográfica.

Un ejemplo es la metodología seguida por el emperador romano Cómodo, que al acceder a tal cargo inauguró un largo periodo de espectáculos con gladiadores, en el coliseo romano, en los que, al parecer, él mismo llegó a participar.

El segundo significado de la demagogia, parece no requerir del extremo al que se refiere la violencia implicada en la dominación tiránica de la plebe. Se limita a instrumentalizar al votante para que sirva al político, ejerciendo formas suaves de seducción.

La cuestión es que, la mayor parte de la gente, se percata del incremento notable de componentes demagógicos en los discursos políticos que se pronuncian en las campañas electorales.

Al parecer, cuando al demagogo le acucia más la colaboración del votante ―habitualmente indeciso―  ante la proximidad de las elecciones, es cuando más echa mano de sus tácticas de seducción.

En esta modalidad, parece que el votante indeciso, a falta de una postura definida, está necesitando que alguien le ayude a tomar su decisión, y, se inclina, no por informarse más acerca de los candidatos, sino por abrirse más a la influencia directa del político interesado en captar su voto.

La utilización que haga el político de la seducción, el halago y las falsas promesas, no dice nada bueno acerca de él mismo, y, lo lógico, sería no votarle, precisamente por el empleo de malas artes políticas. El problema es que, a pesar de eso, se le vote.

Ahora bien, quienes le votan, ¿es que no saben identificar la demagogia, para diferenciarla de otras artes que puedan clasificarse como honestas?

El fondo del asunto es que, si bien todo el mundo parece preferir que le agraden frente a lo contrario, los vínculos entre el sentimiento de agrado y la intención de procurar el verdadero bien, no suelen darse con demasiada frecuencia.

Un profesor agradará a la mayor parte de sus alumnos cuando les dé aprobado general, con independencia de lo que sepan, aunque ese mismo hecho moleste a los que saben. Sin embargo, el verdadero profesor, se empeñará en que sus alumnos aprendan, con independencia de la imagen que tengan sus alumnos de él.

Quienes ejercen sistemáticamente el oficio de encantadores, usan el halago, de forma indiscriminada, para seducir a todos sus objetivos, pero es improbable que en alguna ocasión crean de verdad aquello que dicen, con la exclusiva intención de conseguir sus fines.

Lo triste es que, las personas que tienen la necesidad de halagos, buenas palabras y algunas buenas esperanzas, se deciden por creer al demagogo, aunque intuyan su falsedad.

Luego, sufrirán el engaño, los efectos del fraude y la decepción, y se consolarán pensando que les hubiera ocurrido lo mismo votando a cualquier otro candidato, lo cual es más triste todavía.

Parece imprescindible contribuir a la búsqueda del verdadero bien, con el sano ejercicio de conocer a las personas que prometen llevarlo a cabo, antes de prestarles la colaboración que nos piden.

De no hacerse, se podría contribuir a la  producción de los efectos indeseables que cause el demagogo, de lo cual no solo habría que culparle a él, sino, también, a nosotros mismos.

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