Blog de Carlos J. García

El bien común que nadie quiere

No creo que sea tan difícil como pueda parecer disponer de una definición del principio real del bien.

En un gran sistema universal caracterizado por hacer posible la existencia de algo real, frente a su contrario, el bien consiste en que, efectivamente, haya algo en vez de nada y en que, todos aquellos factores que lo hacen posible, sigan estando presentes en él.

Así, todo cuanto contribuya a que eso sea así, será bueno; cuanto vaya en su contra, será malo; y no será, ni de un modo, ni del otro, cuanto carezca de significado en tales sentidos.

Dicho esto, en cuanto al principio universal del bien, cabe plantearse qué puede ocurrir cuando, en vez de considerar dicho sistema de referencia, que es el mayor de cuantos conocemos, tratemos de especificar el bien en sistemas menor tamaño.

En tal sentido, podemos preguntarnos por el bien de una persona determinada; por una parte de ella; por algo que se relacione directamente con su existencia; por una simple acción que pueda hacer; por el bien de una pareja; por el de varias personas o un grupo; por el de un país…

La especificación de cuál sea el bien en cada uno de esos sistemas, en unas determinadas circunstancias, remitirá a que exista eso real en que consista el objeto que se considere, y a la permanencia de las condiciones que lo hagan posible.

Ahora bien, el universo es un gigantesco sistema de existentes, relacionados entre sí, con una mayor o menor vinculación entre ellos, y en cierto grado, todos dependen de todos en diferentes medidas.

De hecho, considerar a uno de los existentes, como si fuera algo totalmente  aislado del resto, conduce, inevitablemente al absurdo.

Así, cuando alguien analiza, juzga o decide, cuál es su verdadero bien, en cualquier situación que considere, para no equivocarse demasiado tendría que tomar en cuenta un sistema de referencia existencial más amplio que él mismo: el de todo aquello que hace posible su propia existencia, ya esté dentro o fuera de él mismo.

Si alguien cree que puede contaminar el aire que respira, sin hacerse daño a sí mismo, está en un grave error. Quien crea que su bien pasa por generar daños en el sistema existencial en el que vive, se equivoca, incluso aunque desprecie su “escasa” contribución al efecto.

El bien propio no puede coincidir con el mal ajeno, puesto que, lo propio y lo ajeno, en el terreno existencial, no se encuentran tan delimitados como, a veces, pueda parecer.

Vivir a costa de los demás, enriquecerse con lo ajeno, romper las reglas comunes del juego para aumentar los propios beneficios, formar grupos por la exclusiva definición del bien de los mismos, sin considerar el daño que se pueda causar a otros grupos diferentes, no redunda en el verdadero bien de las personas o los grupos.

Un determinante básico de la hostilidad o la beligerancia que vemos a diario, viene dado por la negación de la evidencia de que hay áreas de la realidad que se ven afectadas, negativamente, por especificaciones erróneas de los propios beneficios que se esperan conseguir, sin limitarlos por los posibles perjuicios colaterales que acompañan a los mismos.

La amplitud perceptiva o de visión, que incluya cuantos más, y más amplios, sistemas de referencia existenciales, a diferencia del estrechamiento perceptivo que viene de su limitación al propio sistema personal, o a los sistemas existenciales más inmediatos, se convierte en una auténtica contribución al bien común, y, siempre, en mayor o menor medida, al propio bien.

Aun es mayor el problema cuando se instala la prevaricación personal, grupal o institucional, en la gestión de lo que cada uno hace. Como todo el mundo sabe, en general, prevaricar es hacer el mal sabiendo lo que se hace, y no por simple ignorancia.

Dicho de otro modo, no solo está el problema de que muchas personas disponen de  una seria limitación de su campo perceptivo, como base contextual en la que especifican, erróneamente, su propio bien, sino que hay quienes, teniendo una percepción mucho más amplia de los sistemas implicados, optan por operar ejerciendo violencia sobre una parte, más o menos amplia, de los mismos.

El mero egoísmo, personal o grupal, puede considerarse como una limitación perceptiva, de la que pueden derivarse males, pero, la prevaricación personal o grupal, no es debida a limitaciones perceptivas, sino a algo mucho más grave, como son los determinantes anti-reales.

Nuestro actual sistema social, es, sobre todo, un sistema sociopolítico, estructurado bajo la negación, activa o pasiva, de la propia noción de bien común. La oposición de los intereses, grupales y personales, vienen a considerarse como los motores fundamentales de su propio funcionamiento.

Viendo funcionar a nuestros dirigentes políticos, que se supone son representantes de grupos sociales con intereses contrapuestos, podría parecer que se avergonzarían de admitir una definición del bien, que sea más amplia que aquellas de las que dispongan sus respectivos grupos representados.

Parece, por tanto, que lo normal es la lucha entre facciones por la defensa de los intereses de las partes, aun cuando todos ellos compongan una única sociedad, de la que, obviamente, dependemos todos. El problema es que, de tales luchas, se desprenden perjuicios para todos.

El sectarismo, no solo está presente en el terreno político. Cada vez lo está más en el periodístico, en algunos ámbitos deportivos como el del fútbol, en el empresarial…, y sobre todo, en el terreno de las relaciones interpersonales. Parece que la tendencia general se intensifica en la dirección de que cada cual intente salir ganando como sea.

Mucha gente está en la creencia de que la vida es una lucha entre los seres vivos, y, por supuesto, entre los seres humanos, y que debe salir ganando, o cómo mínimo, no perdiendo jamás, en la defensa de sus propios intereses. Esto, es obvio, implica que todas esas personas juegan a que sean los demás los que salgan perdiendo.

Ahora bien, en el terreno económico, la mayor parte del pensamiento moderno y contemporáneo acepta el presupuesto de que, cada individuo o agente económico en una sociedad, desea conseguir y conservar la mayor riqueza económica que le resulte posible. Es decir, se haría coincidir ese “bien individual” con el motor de la producción y consecución de riqueza. Esta es la hipótesis del egoísmo económico.

Supuesto eso, se producirá una lucha entre todos los individuos de la sociedad para conseguir un reparto de la riqueza, en la que cada agente tenga la mayor posible, en detrimento de la de todos los demás.

Este es el supuesto de la competitividad “natural” en materia económica que, no solo fue asumido como uno de los principios del liberalismo, sino que no fue refutado, ni siquiera, por Karl Marx.

Por lo tanto, la idea de que no hay un bien común, sino que cada cual dispone subjetivamente de su propio bien individual o grupal, viene a ser un prejuicio contemporáneo, que nos acompaña, aproximadamente, desde el siglo XVII [i].

En este estado de cosas, producto de la negación misma del bien común, como motor de la actividad del ser humano y de sus sociedades, cuando, por otro lado, se eleva a nivel de principio el interés subjetivo, individual o grupal, también participa el sacrificio de la verdad hasta el punto de que se acepta (por ejemplo, con Lenin) la idea de que es lícito hacer uso de la mentira como arma política.

En este sentido, no solo se debilita la noción del bien y de la verdad, como principios reales, sino que, además, se amplía el campo de las metodologías utilizadas para la consecución de los propios objetivos, sin juzgar si ellas mismas, son dañinas, no lo son, o si se aceptan, indiscriminadamente, como medios que vienen justificados por sus fines.

Nos enfrentamos al absurdo, derivado de la creencia de que cada cual puede y debe existir en lucha contra el resto de seres existentes, a pesar de que la coexistencia, y las reglas que la hacen posible, es el único camino para poder existir, ya sea de forma individual o colectiva.

Es obligación de los políticos y del resto de autoridades, dar noticia de la existencia de algo llamado bien común, con su propia  conducta.

[i] En la época de la revolución inglesa de 1688, que estableció la supremacía del Parlamento sobre el rey, y fue apoyada por los whigs que representaban a los comerciantes.

2 Comments
  • Alvaro Herranz on 10/04/2016

    No puedo estar más de acuerdo con lo que escribes sobre la deriva competitiva, egoísta, absurda e imposible en la que nos encontramos. Cuesta pensar en una solución global y no sé si la solución comienza por nuevas formas «alternativas» de toma de conciencia o simplemente es necesaria una vuelta a los principios básicos de convivencia y respeto tradicionales. Creo que hay poco nuevo por descubrir en el ser humano aparte de la tecnología y no deberíamos crear más falsos mundos virtuales cuya consecuencia puede ser dividir y enfrentar todavía más a la sociedad.

    • Carlos J. García on 11/04/2016

      Creo que los inventos no resolverían el problema. En mi opinión sería necesaria esa vuelta a los principios básicos de convivencia que todos sabemos cuáles son, si bien, muchísimo mejor investigados y especificados, ya que contamos con mucha experiencia posterior al momento en el que empezamos esta deriva. Muchas gracias por tu comentario.

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