Blog de Carlos J. García

¿Cuánto vale la vida de un viejo?

Tengo un buen amigo que disfruta de una juventud espléndida, buena persona en todos los sentidos; activo, responsable, ávido de informarse y de contribuir a hacer un mundo mejor, por todo lo cual le tengo en alta estima y se la seguiré teniendo igual mientras viva. Nos comunicamos por escrito a través de internet ya que vivimos en lugares que no permiten otro modo fluido de hacerlo.

Al principio de esta epidemia, traté de avisarle de que se la tomara en serio, a lo cual él me respondió, que se trataba de un “mataviejos”. Sabiendo de su inocencia, me percaté de que no se había parado a pensar en la edad que yo mismo tenía, la cual me incluía en la categoría de los viejos.

Con la intención de que reflexionara sobre ese tema de las edades, le comuniqué la mía, próxima a cumplir 68 años.

Se quedó poco menos que estupefacto, no solo al saber mi edad sino, también, al ser consciente de que podría haberme ofendido terriblemente. Se trataba de esas situaciones en las que alguien mete la pata sin la menor mala intención y simplemente se le perdona de forma automática.

Sus disculpas, obviamente no pedidas por mí, me hacen sonreír cada vez que me acuerdo de lo ocurrido.

¿Por qué le comuniqué mi edad?, ¿tal vez para picarle un poco? Lo cierto es que lo hice en defensa de la vejez y para demostrarle la perniciosa influencia que los medios están produciendo en todos los sectores sociales.

Sé que él me valora, igual que valora a otras personas independientemente de su edad, lo cual no es compatible con la semántica despreciativa de su comentario, de la cual, él, no tenía la menor conciencia.

Pero hace ya varios lustros en los que se va instalando el paidocentrismo fundado en el dogma de que, lo que vale, es lo nuevo y no lo viejo, los niños y los jóvenes por encima de los demás y, ni que decir tiene, que del trato que se da a los viejos se desprende que son juzgados como seres despreciables, a pesar de que se aparente una estima artificial.

A día de hoy, en plena pandemia, ya no se permiten los ingresos de muchos viejos contagiados en los hospitales, y muchos mueren aislados y sin cuidados paliativos en las residencias, lo cual se funda en la probabilidad de que los ingresados consigan curarse y eso ocurre en mayor medida —según las características de este Covid-19—, cuanto más jóvenes sean los pacientes.

Asociado a esto, un político holandés, representante de una mentalidad extendida en los Países Bajos desde el siglo XVI ha afirmado algo así como que españoles e italianos todavía cuidamos demasiado bien de nuestros mayores. Parece ser que no vale la pena invertir un solo euro, ni un solo minuto de un médico, en hacer algo por ellos.

Esa mentalidad y los criterios prácticos que se derivan de ella, me ha hecho reflexionar en si es posible hacernos con un criterio ciertamente real por el que todos, incluidos los encargados del triaje de los hospitales, tuviéramos la seguridad de que las decisiones que se tomen serán correctas al dictaminar si alguien vive o muere, o en qué pacientes hay que emplearse más para prestar la atención médica.

Es verdad que las decisiones de los médicos en medio de la pandemia apuestan por la probabilidad de supervivencia del enfermo (probabilidad, dado que no es posible en la mayoría de los casos hacer un pronóstico certero al cien por cien), lo cual no parece estar mal, pero tal vez hubiera que considerar que ese simple factor no sea el único a tomar en consideración.

Pienso que cuando alguien muere, sea de la edad que sea, lo que se muere es lo que deja de vivir en un potencial futuro y no lo que ha vivido en el pasado. El pasado no hay forma alguna de que se convierta en nada; el futuro que no se vivirá, de hecho, es nada; pero el futuro que sí se vivirá contendrá la vida que corresponda. Cuando se salva una vida, se salva ese futuro potencial. De ahí que, la apuesta por la probabilidad de supervivencia parece un buen criterio.

Ahora bien, si nos detenemos a pensar en lo que ocurre con los embriones sometidos a la interrupción voluntaria del embarazo, y aplicamos el mismo criterio, no habrá ser vivo más valioso que un embrión humano, ya que le queda todo por vivir en el futuro que se aborta. De donde no habrá crimen mayor del que se comete con embriones que, si no se les mata, tienen una probabilidad de vivir rozando el pleno y además, con una esperanza de vida de 80, 90 o más años.

No entiendo por qué muchos médicos que han hecho el juramento hipocrático pueden contribuir a que se practiquen decenas de miles de abortos o hasta cien mil al año en nuestro país y luego trabajen hasta la extenuación y asumiendo riesgos importantes combatiendo la muerte causada por el coronavirus.

No tiene sentido someter a contradicción el criterio de la supervivencia. Luego, no parece que ese criterio sea el único bajo el que se toman las decisiones sobre la vida y la muerte.

Por otro lado, tenemos el tema de la eutanasia (del que hice un artículo en este mismo blog bajo el título La eutanasia y el valor de la vida).

El derecho al suicidio, fundado en que hay estados en los que una persona —o alguien allegado— juzga que no vale la pena vivir como vive, no se atiene a criterios de edad ni tampoco de esperanza de vida, hasta el punto de que alguien debe causar intencionalmente su muerte para terminar con su vida.

Por lo tanto, no siempre se cumple el criterio médico, individual o social, fundado en la probabilidad de supervivencia que se estima para una persona dada.

En el caso de la eutanasia se estima el criterio de la calidad de vida de la persona, unas veces subjetivo y otras objetivo, por encima del valor de su duración y, en base a aquel, se juzga la duración prevista como algo, no como un valor positivo, sino negativo.

En consecuencia, la mayor esperanza de vida comparativa entre dos pacientes, para dar la prestación sanitaria que pueda salvar una vida, no ofrece la impresión de que sea un criterio con la solidez suficiente como para considerar que sea el único a tener en cuenta.

Si ahora consideramos la indagación en el tiempo de vida transcurrido en vez del futuro dejando al margen la esperanza de vida podemos encontrar otras alternativas como criterios de valoración a tener en cuenta.

Antes dije que lo que muere cuando alguien muere es lo que supuestamente le quedara por vivir en cada caso considerado.

Por ejemplo, lo que muere cuando se deja morir a un hombre de 80 años con una esperanza de vida de 87, por elegir la prestación sanitaria para otra persona diferente son los 7 años que le faltarían por vivir, pero si muere no se perderá lo que haya vivido en sus 80 años de vida.

Para aclarar esta tesis debemos considerar el conjunto de su biografía y la trascendencia de la misma para el conjunto de una familia, una sociedad, una nación o cualquier área del universo que haya sido influida por ella.

Cualquier actividad de relación con el entorno que efectúe una persona tiene algún tipo de efecto sobre él, ya sea grande o pequeño, lo que implica que los efectos de sus acciones pasan a ser incorporados al mundo en el grado de participación que corresponda. Además, de un modo u otro, esa participación formara parte de la historia del universo sin posibilidad alguna de que desaparezca de ella.

Bajo esta razón o de algo parecido a ella es como se suele valorar a los “grandes hombres o mujeres” y, por defecto, a los “pequeños”, en cualquier sistema cultural. Por ejemplo, un gran hombre puede ser el que haya salvado a su nación de disolverse ante algún tipo de agresión que pretendiera acabar con ella, o grandes científicos, exploradores, descubridores, militares, misioneros, médicos, etc. Se trata de personas con enorme trascendencia, en unos casos, buenas, reales o constructivas, mientras en otros, también la tendrán pero en sentido inverso.

Cualquiera de esas personas, que lleguen a edades de 70 u 80 años ha adquirido un enorme valor (positivo o negativo), cuya muerte puede dar lugar a grandes manifestaciones sociales, estados de duelo, homenajes públicos, etc.

Ahora pongámonos en el caso de que en una sala de triaje el médico que esté al cargo se vea forzado a elegir entre dedicar su esfuerzo a salvar a un hombre como Fleming, Einstein, o cualquier otro de ese nivel de aportación a la humanidad, al que le puedan quedar cinco, diez o quince años de vida, y alguna otra persona más joven sin aportaciones destacables que reseñar a la que le quede una esperanza de vida de setenta años o más.

Cada cual puede opinar sobre lo que debería hacer ese médico puesto ante ese tipo de dilemas, pero el hecho de que probablemente haya opiniones contrarias sirve para poner de relieve que, la valoración que se haga, habrá de tomar en cuenta no solo la esperanza de vida, sino también de la vida de qué persona se trata.

Aun podemos exponer el dilema de un modo más inmediato. ¿Y si un médico debe elegir entre salvar la vida de otro médico de bastante edad, pero capaz todavía de salvar algunas vidas más en la lucha contra una epidemia, y la vida de otra persona de cualquier edad que sea incapaz de salvar más vidas?

Algo tendrán que ver las características personales, las capacidades, la voluntad de aportación de algo bueno a los demás, o, dicho de otro modo, la esperanza no de la duración de la vida, sino la esperanza asociada al valor de esa vida que está en juego.

Pero esa esperanza en el valor de una vida concreta, independientemente de su edad, solo puede fundarse en la historia causal que determinó qué clase de persona es en el momento de entrar en urgencias. De modo abreviado se trata de lo que ha vivido y de cómo ha vivido. De lo que ha aportado y de lo que puede aportar aunque solo llegara a vivir algunos meses más.

Por eso pienso que la vida de un viejo en un momento dado puede valer más o menos, valor que se puede reconocer solamente si estimamos lo que ya ha vivido, cómo ha vivido y previsiblemente cómo vivirá el tiempo que le quede.

Otra cuestión es si se puede decir lo mismo de la vida de cualquier persona que no haya vivido lo suficiente para llegar a estimar su valor personal. En general, habrá vivido menos que los viejos y no habrá tenido tiempo de hacerse plenamente ni para acceder a algún umbral a partir del cual se pueda evaluar su trascendencia.

Al margen de esto, los viejos son testigos vivos de la historia, portadores de la cultura a la que pertenecen, eslabones del pasado y del presente de cualquier sociedad, modelos ejemplares —ahora denostados—, que suelen saber mucho más de lo que parece, que poseen un pensamiento más crítico, aunque solo sea porque tienen la posibilidad de contrastar lo que sucede ahora con lo que ha sucedido a lo largo de sus vidas, lo cual les aporta un sistema de referencia perceptivo del que los jóvenes no pueden disponer.

La obsesión ideológica de la actual civilización por despreciar a los viejos, e incluso deshacerse de ellos, es extremadamente sospechosa y posiblemente esté orientada a eliminar testigos insustituibles de la historia que pueden resultar un peligro para que tenga éxito la actual revolución en marcha. En eso y en otras muchas cosas, la juventud está completamente indefensa sin ellos, y aun lo estará más cuanto más se les desprecie.

A la hora de la verdad, los que ya vamos siendo viejos solemos recordar cada vez más a nuestros padres y nuestros abuelos, percatándonos de que portamos de ellos, dentro de nosotros mismos, muchísimo más de lo que de jóvenes creíamos.

Los viejos han trascendido y trascienden en mucha mayor medida que los jóvenes y, si estamos de acuerdo en que todo valor procede de la existencia, la trascendencia forma parte de él.

11 Comments
  • Ignacio Benito Martínez on 29/03/2020

    Totalmente de acuerdo. En las culturas tradicionales el sabio del pueblo, que era quien daba consejos, solía ser un anciano. Yo creo que principalmente se elegía a una persona sabía por dos factores; era el que más había vivido, con lo cual da una perspectiva mucho más grande que aquel que ha vivido pocos años y que no han tenido tantas experiencias; por otro lado se elegía a una persona inteligente, con ganas de aprender y conocer (seguramente no todas cumplían estas características).
    En contradicción con todo esto entra el progreso, que nos propone que los niños son los sabios de la sociedad.
    Estos últimos tienen la «virtud» de haber vivido poco,con lo cual han visto poco de la vida, y no debiera tomárseles tanto en cuenta como a aquellos otros que han vivido mucho, tienen mucha experiencia y «saben de que va el rollo». Por otro lado la otra características que deben tener estos jóvenes inexpertos, son las ganas de aprender y conocer, y en muchísimos casos de esta sociedad no la tienen, porque como son los «reyes de la casa y del mundo», están tan elevados que les falta una característica fundamental que cualquier ser humano real con ganas de aprender debe tener, la humildad.
    Tampoco todos los que enseñan lo hacen bien, pero los que aprenden o tratan de hacerlo, debieran tener la actitud mínima de intentar aprender.
    Por último, sí que es cierto que da la sensación que al poder le interesa romper la cadena de transmisión oral que ha hecho funcionar la sociedad con un mínimo de sensatez durante siglos. Las transformaciones sociales han ido a tal velocidad que no tiene nada que ver una sociedad de hace 50 años, que vivieron nuestros mayores, con la actual. Estos nos pueden contar con pelos y señales cómo se vivía en España hace 50 años y cómo se vive ahora.
    Por último, ha dicho este gobierno que en las enseñanzas no se puede avanzar materia. Esta ya es la excusa que les faltaba para hacer más ignorante a la sociedad del futuro (nuestros presentes pequeños sabios). Pienso que los padres (que en su mayoría alcanzaron estudios medios) estando en casa con sus hijos todo el día, podrán enseñarles contenidos y muchas más cosas a niveles no muy elevados como primaria.
    Genial como siempre encontrarte en las redes. Gracias.

    • Carlos J. García on 02/04/2020

      Una sociedad intensamente revolucionaria como la que vivimos adora el cambio rupturista con lo precedente y no solo eso, sino que contiene un factor anti-conservador fundado en el odio a lo anterior. Por asombroso que pueda parecer la textura fundamental de lo que somos se produce en el pasado y,como somos pasado, el odio se dirije contra eso que realmente somos, causando una huída hacia el futuro y valorando lo nuevo por el simple hecho de serlo, como si allí o entonces fuéramos a acceder a alguna forma de felicidad o de aceptación de nuestra condición antropológica.
      Esto es exactamente lo contrario de lo que ocurría en las culturas tradicionales en las que la existencia humana contaba con una valoración metafísica vinculada a su origen divino. De ahí que lo original constituía un arquetipo del que no se debía salir, y solo se podía ampliar con aquello que fuera congruente con ese original. Los viejos transmitían esos arquetipos de generación en generación y los posibles cambios se introducían con una enorme prudencia habida cuenta de la valoración de lo que había. Hoy en día pasa todo lo contrario.
      Gracias por el comentario.

  • concepcion garcia pascual on 30/03/2020

    muchas gracias,Carlos por tu articulo.Yo tb me incluyo en esta franja de mayores con mis 65 años

    • Carlos J. García on 02/04/2020

      Todavía eres joven. No has hecho más que empezar. Gracias a ti y mi enhorabuena por haber entrado en la mejor etapa de la vida.

  • Francisco on 30/03/2020

    Que gran artículo Carlos como siempre dándonos el conocimiento que en estos momentos de la existencia se necesita. Por cierto yo tengo 63 años. Gracias

  • Nacho on 02/04/2020

    Hola Carlos. Es un magnífico tema y no quiero extenderme mucho.
    Creo que el valor social de un «viejo» lo pierde desde que decide jubilarse. Con independencia de que es obvio que nuestra sociedad es materialista y orgánica, considero que nadie en su sano juicio debería decidir, si tiene opción, jubilarse. El trabajo, con su etimología designando a un instrumento de tortura y sus raíces judaicas de «castigo» divino, está denostado absurdamente. No en vano se llama jubilarse a que se le permita a uno dejar de trabajar, que cese esa ‘tortura’.
    Todo ser vivo necesita trabajar para procurarse su existencia. Decidir no hacerlo a cuenta de ahorros personales o sociales elimina un sentido fundamental de la existencia. Nadie dijo que había un periodo de caducidad al ‘castigo divino’, a la ‘tortura’ de vivir.
    Pero sin embargo procurarse la existencia tiene un sentido mucho más amplio que el que nuestra sociedad materialista y ya protestante considera. Aconsejar, educar, servir de soporte firme a las siguientes generaciones, ayudar, querer y apoyar a hijos y nietos es dar mucho, a cambio de muy poco. Tuve la suerte de vivirlo con mi abuela.
    Pero si aparcamos a los viejos en residencias, modelo traído de países protestantes, despreciando esa importantisima forma en que tienen la posibilidad de ganarse su existencia, su valor es cercano a cero. Incluso para ellos mismos, que ven cada día como un apagarse frente al televisor añorando cuando contaban algo para alguien.
    Y no es cero porque aún tienen derecho al voto y por tanto son objetivo del poder. Si además son poco adoctrinables, aunque solo sea por su experiencia, no es de extrañar que para ciertas formas de poder su valor es cero. Menos que cero. Sobran de hecho como muy bien dices.

    Esa importantísima labor de enseñanza y consejo que ha mantenido sanas y fuertes a muchas culturas es hoy denostada. Y las razones son las que ya has explicado en tantos libros y articulos. Incluyendo éste y la magnifica contestación que das a Ignacio. Brutal. Para enmarcar.

    Otras pandemias atacaron más a los jóvenes y niños. De haber sido el caso del coronavirus probablemente se habrían cometido menos errores en evitar su propagación. ¿Es casualidad que las culturas que más aprecian a sus mayores, orientales, hayan respondido tan bien y rápido a esta epidemia? Yo creo que no.
    Coincido en que esto traerá efectos positivos, pero a un coste enorme. Perder a nuestros «viejos» es perder como dices nuestro vínculo con un pasado que jamás hemos de olvidar o ya no habrá suelo alguno sobre el que apoyarse pues constituyen nuestras hondisimas raíces de identidad. Esas que hacen que aún quede un atisbo de sentido común: aquí y en otros contadisimos lugares.

    Un abrazo y gracias una vez más. Perdón por extenderme tanto.

    • Carlos J. García on 03/04/2020

      Es cierto que una vida que no se sostenga mediante el propio trabajo resulta una carga que deben llevar otras personas, lo cual puede sacrificar otras vidas de forma colateral, y eso no encaja dentro de una economía vital honesta.
      Tengo la impresión de que en la cultura calvinista la conexión “trabajo─éxito/dinero” funciona benignando el trabajo desde el valor absolutamente positivo del dinero, si bien el trabajo en sí mismo posee ese significado antiquísimo de sacrificio al que te refieres. Así el trabajo que no produce dinero se percibe como un fracaso vital descomunal con la devaluación absoluta de la propia persona. En este esquema es fácil que se acceda a un enfoque del trabajo próximo a la esclavitud.
      En nuestra cultura católica estaba muy mal visto ese esquema “trabajo─dinero” (que si se daba el caso, se dejaba para moriscos y otras minorías no muy bien valoradas) y, de hecho, el tipo de trabajos aceptados por “cristianos viejos” tradicionalmente eran de servicio a Dios, a la patria o al rey. De ahí que aunque el trabajo siguiera recogiendo ese valor de sacrificio, se juzgaba que valía la pena por un fin elevado, pero no económico. De ahí procede el desastre económico de las grandes empresas españolas en la época del imperio y sus lamentables consecuencias posteriores, cuyo paradigma fue la economía de Felipe II.
      Por otro lado, cabe el enfoque que modifique el valor del trabajo, desde ser considerado como sacrificio a otro en el que entren en función otros valores, como, por ejemplo, la vocación, la realización personal, el placer ético o estético, criar a los hijos, independizarse, etc., que son razones o fines que encajan en la personalidad de cada cual, no la sacrifican y, además, pueden tener efectos económicos secundarios que permitan a la persona vivir, ayudar a vivir y seguir efectuándolos sin acumular sacrificio.
      Al final cada jubilación se experimenta en función del esquema de trabajo que cada cual haya llevado a cabo y, lamentablemente, en muchos casos son experimentadas como final del sacrificio y, por lo tanto, con júbilo.
      No creo que sea casualidad, como apuntas, que en sociedades de estilo arcaico como algunas de las orientales, que de hecho tienen una organización de la autoridad muy piramidal, sigan valorando mucho más a los viejos que en la nuestra, que ha roto por completo casi todo el entramado lógico de la vida y su naturaleza. En culturas que les valoran más les cuidan más.
      Para terminar, un par de apuntes más. El primero, el modo que tienen los niños de mirar el mundo es como si siempre hubiera sido tal como lo ven y ni siquiera pueden imaginar toda la historia que hay detrás de cualquier escenario que contemplen. Además, creen que todo seguirá igual para siempre.
      El segundo, es que los niños y los jóvenes tienen por defecto la creencia de que ni envejecerán, ni morirán nunca, por lo que no creen tener nada que ver con los viejos. En cierto modo creen que lo que ven a su alrededor y la percepción de ellos mismos se mantendrán constantes como si fueran eternas.
      Estas creencias desaparecen relativamente muy tarde, quizá, para poner una edad aproximada, pasados los cincuenta años.
      Me ha encantado tu comentario. Gracias a ti y me alegro de que te extiendas todo lo que desees mientras el programa de WordPress lo permita.

  • Maria Miquel Casares on 03/04/2020

    Hola Carlos. Mientras leia tus palábras sonaba en mi cabeza una frase de una canción de El último de la fila que dice: «nadie es mejor que nadie, pero tú creiste vencer…» Creo que el criterio de la sanidad pública de priorizar la mayor esperanza de vida entre dos pacientes podria tener mucho que ver con la extendida premisa de que todos las personas tienen el mismo valor. Que nadie es mejor que nadie. Luego solo queda elegir quien vive y quien no en funcion del tiempo que cada uno vivirá. Como tu dices, queda excluida la calidad de las personas, su grado de desarrollo como seres humanos y lo que han aportado y aún son capaces de aportar a otros, aunque sea en una sola semana de vida.
    Es un tema complicado. Nadie quiere pensar que vale menos que otros. Pero creo que el valor de una persona está relacionado con su grado de desarrollo como ser humano ( desarrollo benigno de las cualidades del ser humano), y dado que existen miles de posibles grados de desarrollo en el mejor y el peor sentido, es dificil de sostener que todas las personas valga lo mismo.
    ¡Gracias por tus artículos!
    Saludos.

    • Carlos J. García on 05/04/2020

      En mi opinión el prejuicio dominante no es tan simple como el de que todas las personas valen lo mismo, o que vale lo mismo un niño que un anciano, de donde se desprendería que, el único criterio práctico para tratar o no tratar a un paciente, sería el de la esperanza de vida.
      Si valieran lo mismo, aparte de elegir salvar la vida de los más jóvenes, lo cual implica mucho trabajo y dedicación de medios y recursos, también se daría ese mismo empeño en otra tarea muy diferente, como sería proporcionar un grado de atención similar a los ancianos para que mueran como merecen según ese mismo valor.
      Dejando aparte muchas excepciones familiares vinculadas a afectos sólidos, y algunas residencias ejemplares, se nota una tendencia cultural al abandono de ancianos en residencias, al abandono institucional de esas mismas residencias y al abandono en su muerte, sin los mínimos cuidados paliativos (en estos dos últimos casos puestos de manifiesto en la actual pandemia).
      Puedo entender la solución general que dan los médicos a los dilemas a los que se enfrentan diariamente, primando la esperanza de vida, pero no puedo entender que no se hayan dedicado recursos para poner en marcha un sistema paralelo de vigilancia y cuidados de los viejos contagiados y no contagiados, para que los miles de ellos que han muerto se hayan podido sentir ni siquiera mínimamente valorados. La mayor parte de los viejos fallecidos en residencias han muerto aislados de sus familiares, médicamente desatendidos, sufriendo síntomas terribles de asfixia, miedo y desesperación, de los que nadie parece haberse dado cuenta por el mero hecho de que han muerto confinados.
      Su único consuelo habrá dependido del posible afecto que hayan podido recibir de sus cuidadores profesionales y no creo que en todos los casos.
      El desprecio implicado en las muertes de esos miles de ancianos nos informa a las claras de que no se les valora igual que a los jóvenes.
      Me pregunto si la pandemia hubiera atacado con especial virulencia, en vez de a los viejos, a los niños y a los jóvenes, y estos hubieran estado confinados en internados, campamentos, etc., esta sociedad habría respondido del mismo modo.
      Muchas gracias por el comentario.

  • Maria Miquel Casares on 05/04/2020

    Pues sí. Que todas las personas valgan igual es algo que he oído mucho, pero no justificaría lo que dices. El rechazo a las personas mayores como peligro para algunas ideologías la he visto clara, por ejemplo cuando Podemos prefería que los mayores no votaran.
    Es horrible que mueran así.
    Gracias por tu respuesta. Saludos

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