Blog de Carlos J. García

¿Cambio social o revolución?

Toda cultura presenta tensiones dinámicas de tipo evolutivo, entre las tendencias a la conservación y las tendencias al cambio, aunque, también, puede ser objeto de violencia revolucionaria.

Herskovits [i], ha señalado que: «El cambio es una constante en la cultura. Debe, no obstante, estudiarse siempre sobre el fondo de la estabilidad cultural. Hasta en el caso en que los cambios puedan aparecer de largo alcance para los miembros de la sociedad en que se producen, rara vez afectan a más de una parte relativamente pequeña del cuerpo total de costumbres con las cuales vive un pueblo… El cambio se debe considerar en relación con la resistencia al cambio. Las gentes que aceptan nuevos modos de hacer algunas cosas se resisten a aceptar innovaciones que afecten a otras facetas de sus modos de vida».

Es obvio que, inicialmente, una ideología, no está dentro de una cultura, ni tampoco está la idea de revolucionarse a sí misma. Ni la ideología ni la revolución caben en el seno de una estructura social propiamente dicha.

Una institución política, religiosa o social es una entidad u organismo que se funda para efectuar una función pública. Se trata de una organización compuesta por un conjunto de personas y de los medios adecuados que funcionan para alcanzar un fin determinado en la esfera política o social. El concepto de organización alude tanto a la organización interna del organismo que se establece para lograr los fines para los que se crea como a los efectos organizativos que produce en la sociedad.

Generalmente, las instituciones políticas, sociales y religiosas fundan, a su vez, leyes, normas o reglas para ordenar la actividad de la sociedad en los ámbitos a los que se refieren sus fines.

Las ideologías, por su componente del logro de ciertos fines, por parte de los grupos que las sostienen ―en contra de otros grupos o personas que defienden otros fines diferentes― cuando reúnen el número suficiente de adeptos, se constituyen en instituciones políticas para organizar las sociedades según sus intereses, creando organismos concretos para conseguir sus objetivos de manera eficiente. De dichos organismos emergen legislaciones, reglamentaciones y determinaciones de la actividad de los individuos de la población, sobre la que ejercen el poder de que dispongan en cada momento.

Muchas de las instituciones son de carácter educativo, comunicacional e instructivo, ya que las ideologías pretenden cambios conformes a sus fines, no solo en el ámbito de las actividades existenciales de los individuos y en los usos y costumbres sociales, sino, también, en el ámbito de la formación de los individuos para que se produzcan sus modos de ser adultos conforme a ellas. La ideología acentúa extremadamente el futuro.

Las ideologías no son meros sistemas de ideas inactivos o con poca repercusión en la actividad de los individuos, sino todo lo contrario. Se trata de intereses de ordenación del mundo y constitución de los modos de ser, de los seres humanos que lo habitan, asociados a sistemas de ideas hechos para cambiar a dichos seres humanos.

Uno de los problemas más serios de las ideologías, reconocido por una variedad de autores [ii] es que, en su función proselitista, de búsqueda de adeptos y de producción de impactos en la población, no permiten a las personas destinatarias hacerse conscientes ni de sus verdaderos fines ni de lo que pretenden hacer con ellas y de ellas. Oscurecen la conciencia de los destinatarios presentando a sus instituciones sistemáticamente como si fueran benéficas para toda la población, o, en caso de que estén respaldadas por un poder mayoritario, -equivalente a absoluto-, imponiendo sus cambios sobre las minorías que tengan algo de lucidez.

La segunda acepción del DRAEL para sociedad afirma que es una “Agrupación natural o pactada de personas, que constituyen unidad distinta de cada uno de sus individuos, con el fin de cumplir, mediante la mutua cooperación, todos o alguno de los fines de la vida.”.

Así, en una sociedad, ya sea natural o convencional, las posiciones o cargos que en ella se establezcan han de tener dos condiciones para quienes los ocupen: a) que se relacionen cooperativamente con el resto de los cargos y b) que su tarea o trabajo se oriente fielmente a servir a los fines de la vida, ya sea la vida de los miembros, ya sea la de la propia sociedad.

En una sociedad, por lo tanto, los cargos contienen esos dos supuestos, y, ambos se podrían incluir en un concepto un poco más amplio, como, por ejemplo, el de la buena voluntad, o la buena intención, hacia la propia sociedad y hacia sus miembros. Se supone que cada cual en su cargo, puesto u oficio trabajará en el beneficio, no solo de sí mismo, sino, también, en beneficio de los demás miembros que se supone que hacen lo mismo, tomados individual o colectivamente.

¿Cómo habría que denominar a alguien que colocado en un puesto en el que ha de hacer una serie de tareas beneficiosas no las hace, e, incluso, hace las contrarias a las que debería?

Este es un modo de traición a la sociedad que, referido a cargos públicos, se denomina crimen de prevaricato, y consiste en el incumplimiento malicioso, o por ignorancia culpable, de las funciones públicas que se desempeñan.

Cada miembro de la sociedad en su puesto, ya sea en el ejercicio público o en el privado, que traicione su posición o su cargo, estaría haciendo una cierta clase de prevaricación, pues, al final, el impacto de mal hacer revertiría en mayor o menor medida en el conjunto de la sociedad.

Si, en vez de un caso individual, nos encontramos con un subconjunto más o menos numeroso de la propia sociedad, que traiciona los deberes propios de sus cargos o posiciones, ya sea en un modo único de subversión organizada, ya lo sea en un modo múltiple, la supervivencia de la sociedad en cuestión será puesta en peligro, en el grado equivalente a la fuerza o al número de quienes atenten contra ella.

El análisis que, de la noción misma de sociedad, hace José Ortega y Gasset [iii], no es tan benigno como el que aporta el diccionario de la Real Academia, ya que pone el acento en las tensiones entre lo individual y lo social, entendiendo que lo social viene a ser algo así como lo humano pero sin hombre.

Con respecto al poder y a las tensiones de grupos, Ortega afirma lo siguiente: «El poder público no es, pues, sino la emanación activa, energética de la opinión pública, en la cual flotan todos los demás usos o vigencias que de ella se nutren. Y la forma, el más o el menos de violencia con que el poder público actúa depende de la mayor o menor importancia que la opinión pública atribuya a los abusos o desviaciones del uso… Pero si esto es verdad también lo será la inversa: que el poder público supone siempre tras sí una opinión que sea verdaderamente pública, por tanto, unitaria, con robusta vigencia. Cuando esto no acontece, en vez de opinión pública nos encontramos solo con la opinión particular de grupos, que generalmente se asocian en dos grandes conglomerados de opinión. Cuando esto acontece es que la sociedad se escinde, se parte o disocia y entonces el poder público deja de serlo, se fragmenta o parte en partidos. Es la hora de la revolución y la guerra civil.»

Las revoluciones sociales constituyen prácticas de subversión organizada, para trastornar o destruir las sociedades desde dentro de ellas, es decir, los miembros activos o pasivos de la subversión atacan a la propia sociedad desde puestos o cargos en los que se supone que deben servirla. En las revoluciones internas de las sociedades, los revolucionarios ejercen sus actividades sin que previamente dimitan de sus cargos, por lo que pasan, generalmente, mucho tiempo traicionando sus cargos o la confianza que la propia sociedad ha depositado en ellos, actuando en contra de la propia sociedad tal como estaba definida cuando ellos accedieron a los mismos.

Lo cierto es que una sociedad, en la que hay un alto grado de traición de una parte de la población contra ella, no puede verificar las dos condiciones básicas que, por definición, debe tener una sociedad. Ni las tareas de los individuos en sus puestos sirven a la sociedad, ni pueden mantener relaciones de cooperación con otros agentes sociales. Las sociedades que son destruidas mediante procedimientos revolucionarios, ya han sido destruidas antes de que las maniobras de destrucción lleguen al lamentable final al que suelen llegar.

El grado de hipocresía o de encubrimiento, de la verdadera tarea que el individuo traidor está ejerciendo contra su propio cargo, cuando está haciendo actividades subversivas desde posiciones sociales y no marginales, necesariamente es total, por lo que debe simular que ejerce su cargo cuando en realidad lo traiciona.

Por otro lado, no es nada raro que el sub-sistema social, compuesto por los partidarios del cambio revolucionario, funcione como un imaginario ejército extranjero infiltrado para la disolución de las instituciones. Basta con que sus partidarios actúen contra los deberes de sus cargos, tal como estarían establecidos en las tradiciones de ejercicio de los mismos.

Las mayores revoluciones se han hecho bajo tres tipos de justificaciones:

  1. Por alguna condición o estado de cosas previo que se considera necesario cambiar.
  2. Por un estado de cosas mejor, y deseable, al que se pretende acceder y que constituye el fin de un movimiento.
  3. Por una combinación de ambas: hay un estado de cosas que es necesario modificar para acceder a un fin que es mejor que el estado de cosas previo.

Lo más frecuente es que se aplique el axioma de que, el fin es tan loable, que justifica cualquier medio que se ponga en práctica para su consecución. Los medios, generalmente, están regidos por un “¡todo vale!” y todo es todo. Así, aquellos que promueven el cambio, en la fase de aplicación de la fuerza y los medios para producirlo, se rigen por el mero fin perseguido sin atenerse a ningún otro principio, aunque suelen afirmar que una vez conseguido el fin, empezarán a regirse por unos principios definidos o limitados.

El fin actúa de ese modo como un pretexto o justificación para cometer todo tipo de violencia contra el objeto elegido y, como siempre se postula como un buen fin, tal bondad parece convertir en buena la violencia con la que se pretende conseguir.

La lógica propagandística siempre es la misma:

  1. Hay un estado de cosas actual calificado por sus agentes como insoportable.
  2. Se especifica un estado de cosas final calificado como infinitamente bueno.
  3. Tal propaganda genera la activación de las voluntades de los incautos que, regidos por los revolucionarios, se ponen manos a la obra para conseguir el fin que se les promete y además bajo la creencia falsa de que son ellos mismos, y no los agitadores, los sujetos del cambio (esta estrategia de imputar una falsa sustantividad al objetivo ha resultado ser extremadamente eficaz en todos los tiempos y en todos los casos).

Suponiendo que existiera alguna situación verdaderamente hostil contra la población que se moviliza, la respuesta de esta no se limita al principio de legítima defensa, que impide aplicar medios más dañinos que aquellos con lo que es atacada, sino que rompe toda contención y aplica todos sus recursos disponibles contra el supuesto agresor, pasando de la condición de víctima a la de verdugo, siempre más violento que el supuesto verdugo del que dice defenderse, lo cual equivale al linchamiento de este.

La historia de las revoluciones siempre suele seguir el mismo curso. Una vez ejercida la acción violenta con unos efectos destructivos de gran envergadura, el fin que justificó la acción brilla por su ausencia y se accede a un estado de cosas final, de grado peor, o mucho peor, que el estado de cosas previo, aunque, la población, en tanto ha sido involucrada en la acción violenta, ha de valorar positivamente el nuevo estado de cosas, y, por lo demás acaba tan agotada y maltrecha que se somete fácilmente a la nueva condición.

Cuando la acción se mueve por fines y no por auténticas razones emergentes de la realidad, lo único que podría justificarla sería la consecución del fin y, en tanto este no se consiga, la acción efectuada hay que calificarla como absurda. Sin embargo, cuando hay una buena razón para la acción, la acción siempre posee fundamento se consiga o no se consiga aquello a que la razón mueve y no hay nada de lo que arrepentirse. Esto no ocurre en ninguna revolución.

Cuando la acción movida por simples fines no accede a ellos, convirtiéndose en absurda, el humano no puede coexistir con tal carencia de fundamento existencial y ha de inventar pretextos o deformaciones de lo ocurrido para integrar y tolerar lo que haya hecho. Si lo que ha hecho ha sido destruir vidas, y cuanta mayor destrucción haya causado, con tanto más furor inventará pretextos que justifiquen la acción y disculpen lo efectuado, sea cual sea el final de la aventura. Las revoluciones, en todo lo referido a su auténtico proyecto, se han ocultado a la población a la que sus agentes propagaban que deseaban salvar.

Todo esto nos lleva a plantear el asunto crucial de la cuestión del cambio en el seno de las sociedades, ¿acaso una sociedad no puede cambiar?, ¿debe ser siempre la misma, con las mismas costumbres, leyes, tradiciones, etc.?, ¿el único modo de cambiarla es el modo revolucionario?…

Lo que no debe cambiar en una sociedad, para que siga siéndolo es su carácter universalmente cooperativo entre sus miembros y sus fines relativos a la conservación de la vida, de ella misma, y de sus integrantes, lo cual excluye destruir a la propia sociedad o a una parte de sus miembros, o destruir su esencia, en términos de principios y creencias comunes, para hacer otra completamente nueva en el lugar donde estaba aquella. Ahora bien, eso no es cambiar la sociedad sino cambiar de sociedad o destruir a los integrantes para fabricar otra especie diferente.

Las sociedades cambian sujetas a la evolución del conocimiento, las costumbres, la tecnología, la educación, el desarrollo de los propios integrantes que pueden hacer las cosas cada vez mejor, etc.

Las sociedades se amplían a nuevos miembros a medida que facilitan la vida dentro de ella. Las sociedades están vivas en la medida en que se permiten a sí mismas dar de sí toda la riqueza productiva de que el ser humano es capaz  y no están bajo opresión tiránica, o, sencillamente manipuladas, desde los que pueden hacerlo.

Las sociedades se enriquecen interaccionando o cooperando con otras sociedades, se enriquecen resolviendo problemas comunes y de otros muchos modos. Lo que parece evidente es que no necesitarían asesinarse a sí mismas y disolverse para poder cambiar. Esta tesis es, quizá, a la que se opondrían todos los revolucionarios que tienen mucha prisa en imponerse y para los que todo vale con tal de conseguir sus propósitos.

El modelo revolucionario expuesto es, por definición, un fratricidio, ya que una supuesta parte de la sociedad decide atacar a la otra parte, del modo más eficaz posible, y, de esta guerra, o se rompe la sociedad en dos partes, o una parte mata a la otra. Si una parte de la sociedad mata a la otra, la superviviente, aunque sea la que escriba la historia, no parece ser el mejor ejemplo para un verdadero progreso.

 

[i] Citado por STRAUSS, L.;  ¿Progreso o Retorno?; Ediciones Paidós, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona; Barcelona, 2004 (pag. 688)

[ii] Véase Diccionario de Filosofía de JOSÉ FERRATER MORA; Círculo de Lectores S.A., Barcelona, 1991

[iii] ORTEGA Y GASSET, JOSÉ; El Hombre y la Gente; Colección Austral; Espasa-Calpe S.A., Madrid, 1972

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