Blog de Carlos J. García

Padres y madres que no aman, o no saben amar, a sus hijos

La Real Academia de la Lengua ofrece la siguiente acepción del verbo educar: consiste en contribuir al desarrollo o perfeccionamiento de las facultades intelectuales y morales del niño o del joven  por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc.

No obstante, en tal definición, tanto los fines (perfeccionamiento de las facultades intelectuales y morales), como las metodologías referidas (preceptos, ejercicios, ejemplos, etc.) pudieran ser comunes a la escuela y la familia, por lo que, si nos atenemos a las misma, resulta difícil distinguir entre la educación que se imparte en un contexto y en el otro.

En la infancia, hasta los 6 o 7 años, parecería más adecuado utilizar la noción de formación básica de la personalidad, que la de educación, tal como se especifica en dicha definición.

Lo que afecta más intensamente al niño en esas fases iniciales de su desarrollo, no son precisamente los preceptos, ejercicios o ejemplos, que más tarde cobrarán la máxima importancia, sino el trato directo que se dé al niño.

En función del trato que se le dispense en esas edades tempranas (especialmente la madre), el niño adquirirá unas hechuras diferentes que condicionarán todo su posterior desarrollo.

Tal como afirmó Fromm[i], «hasta los 6 años… el infante necesita el amor incondicional y el cuidado de la madre, tanto fisiológica como psíquicamente. […]La función de la madre es darle seguridad en la vida». A partir de esa edad aproximada, comienza el papel más relevante del padre: «comienza a necesitar el amor del padre, su autoridad y su guía» para  «…enseñarle, guiarlo en la solución de los problemas que le plantea la sociedad particular en la que ha nacido».

De ahí que el término educación, tal como está definido, parece adecuarse en mucha mayor medida al papel que Fromm atribuía al padre que a aquel que atribuía a la madre.

¿Significa esto que una madre no pueda educar a sus hijos en dicho sentido? En absoluto. Fromm expuso esas dos tareas en una época concreta en la que los papeles se repartían por lo general del modo que expone.

No obstante, aunque en la actualidad las funciones que deban desempeñar los progenitores puedan distribuirse de otras muchas maneras, lo cierto es que el niño sigue teniendo esas dos mismas necesidades, que deberían ser satisfechas por cualquier enfoque formativo que se considere.

Las tareas se pueden hacer de muchas maneras diferentes, pero lo que no cambian son las necesidades de los hijos en función de sus diferentes fases del desarrollo.

Tampoco se equivoca Fromm en que, en ambos casos, lo que hace posible la satisfacción de esas necesidades es el amor de los progenitores hacia el niño.

La pregunta es si basta con amar al niño para que se le aporte aquello que necesita. La respuesta es negativa.

Amar consiste en una disposición favorable hacia el bien de aquello que se ama, pero, para que esa actitud sea eficaz, es imprescindible saber en qué consiste dicho bien, y, por tanto, en qué consiste el propio ser amado (en este caso que nos ocupa, el niño).

De ahí que en el caso de padres y madres que amen a sus hijos, la dificultad radica en que sepan amarles bien, teniendo en cuenta, verdaderamente, en qué consisten y qué necesidades tienen sus hijos.

Dicho en otros términos, hay una larga lista de errores educativos que no son debidos a una falta de amor, sino a la ignorancia. Entre ellos destacaré los siguientes:

  • Ignorar que el desarrollo humano es un proceso de realización y no simplemente un desarrollo orgánico, lo cual genera grandes necesidades de comunicación.
  • Ignorar que el factor más decisivo que influye en la educación es el propio progenitor en cuanto causa ejemplar de la que el niño extraerá modelos formativos para sí mismo.
  • Exponer al niño o adolescente al afrontamiento precoz de situaciones, propias de la edad adulta, para las que, por su edad, no está preparado.
  • Imponerle formas de vida en asuntos que el niño o adolescente debería poder elegir, o, al contrario, darle a elegir entre opciones entre las que, por edad, es incapaz de elegir correctamente.
  • Tratarle como si siempre tuviera la misma edad infantil o como si no fuera un ser en crecimiento con una tasa de cambio muy alta.
  • No transmitirle la propia cultura que el progenitor ha recibido, su historia y sus tradiciones, para aportarle claridad informativa acerca de sus orígenes.
  • Centrar la educación en evitar al niño sufrimientos similares a los de la propia niñez del progenitor, cuando el tipo de dificultades o problemas a los que se enfrenta son muy diferentes. También es un error, tratar de evitar que el niño padezca cualquier clase de sufrimiento inevitable.
  • Darle una protección excesiva o insuficiente, confiando o desconfiando excesivamente en sus capacidades.
  • Tratarle con excesiva dureza o con un exceso de indulgencia.
  • Darle un trato incoherente o errático a lo largo del tiempo.
  • Sustituirle en tareas que debe efectuar el propio niño.
  • Darle un valor excesivo o una posición preponderante en el propio entorno familiar, por encima, incluso, de los propios progenitores.
  • Responsabilizar al niño de efectuar tareas que corresponden al propio progenitor, o, al contrario, no delegarle responsabilidad alguna, aun cuando esté capacitado para asumirlas.

Otro asunto muy diferente, consiste en las distorsiones educativas que pueden efectuarse cuando los padres o madres no aman a sus hijos, es decir, cuando el origen de los problemas proviene de no amarles en absoluto, sino utilizarlos para satisfacer intereses o inclinaciones anómalas del propio progenitor:

  • Malignar la identidad personal del niño o dañarle la autoestima.
  • Configurar al niño para que sirva al propio progenitor en el futuro.
  • Utilizar al niño en contra del otro progenitor.
  • Arrebatarle la figura del otro progenitor, mediante desprecio, difamación o imputándole ser un mal ejemplo, sin causa razonable.
  • Considerar al hijo como un perjuicio para el propio progenitor, tratándole en consecuencia.
  • Confinar la vida del niño a condiciones precarias en sintonía con una forma de vida inadecuada del propio progenitor.
  • Darle un trato discriminativo positivo o negativo en comparación con otro/s hermano/s.
  • Abusar del niño en cualquier forma posible: sexual, laboral, doméstica…
  • Corromperle moralmente o destruir precozmente su estado de inocencia.
  • Dificultarle su socialización sometiéndole a aislamiento respecto de otros niños/jóvenes de su edad.
  • Inculcarle una noción irracional de mundo hostil que le obligue a confinarse en el entorno familiar.
  • Adiestrarle mediante castigos por la supuesta violación de patrones irracionales de lo que debe ser o lo que debe hacer.
  • Hacer del hijo una persona anti-real o aportarle una sustantividad dañina para los seres humanos en general.

El peso formativo, o deformador de los progenitores en nuestra especie es determinante para la constitución de los modos de ser de sus descendientes, y, el abanico de posibilidades en todas las direcciones que se consideren, es tan amplio como para que emerjan todo tipo de personalidades, reales, irreales o anti-reales.

Ahora bien, esos mismos progenitores presentan una serie de necesidades para formarse ellos mismos como educadores, que no son satisfechas por la propia sociedad.

En la actualidad, dicha carencia tal vez sea debida al mensaje sistemático de potentes corrientes ideológicas, e, incluso, científicas, de nuestra cultura, consistentes, cada vez más, en que todo o casi todo depende de los códigos genéticos que se transmiten por vía de la herencia biológica.

La educación no es una mera cuestión de adquisición de competencias intelectuales o facultativas, sino que afecta al tronco fundamental de la personalidad que reside en la dimensión moral de la sustantividad y, consecuentemente, en el modo en que se trate a cosas, seres vivos y personas.

La falta de cuidado y de ocupación de las instituciones en la promoción de una buena educación, en cualquier cultura que se considere, es uno de los defectos más graves que pueda arrastrar, por cuanto atenta directamente contra la continuidad de la propia cultura.

[i] FROMM, ERICH; El arte de amar. Una investigación sobre la naturaleza del amor;  trad. de Noemí Rosenblatt; Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Barcelona, 1992

2 Comments
  • Nacho on 16/11/2016

    Hola Carlos,

    Como siempre, completamente de acuerdo. Sólo añadiría una cosa:

    No puedo evitar resistirme a pensar en que la naturaleza nos haya hecho tan frágiles. No puede ser que haya que ser un “Sócrates” para educar bien a los hijos. A mi juicio y por experiencia personal no es tan fácil llegar a saber en qué consiste realmente nuestro propio bien y por tanto el de nuestros hijos. En tal sentido soy más de la opinión de que el entorno social en el que nos ha tocado vivir no es que no ayude a saberlo, es que apunta directamente en el otro sentido como bien dices entorpeciendo lo que debería ser un sencillo aprendizaje. Y siendo niños y adolescentes no podemos sustraernos a la necesidad de sentirnos parte de ese entorno social (reproducido en buena parte por los padres) y creo que esa es la clave de las dificultades. Los malos modelos educativos tienden a perpetuarse a lo largo de generaciones (por cierto dando una razón aparente a los genetistas) hasta que llega un estado límite en que la sociedad no es viable sin una gran crisis interna. Esperemos no llegar a eso, aunque estamos cerca.

    En resumen, como no creo en que la naturaleza nos haya dotado de tal fragilidad, creo que las dificultades que yo y muchas personas tenemos o hemos tenido para aprender en qué consiste el propio bien sólo es consecuencia del gigantesco cuerpo anti-real de creencias en el que nos hemos criado. Paradójicamente la salida no es aprender: es des-aprender. Con esta opinión no pretendo contribuir en nada que no hayas ya dicho, pero sí resaltar que no debería ser tan difícil como parece, tras leer tu artículo, ser buenos padres. Y mucho menos dar una excusa claudicante a quienes no hemos podido hacerlo tan bien o a quienes sufren como consecuencia de haber sido mal cuidados, sino, muy al contrario, intentar transmitir una sólida esperanza de que igual que hemos aprendido estupideces, podemos aprender bien la realidad sin más que establecer relaciones claras entre esas estupideces, cómo nos sentimos y la realidad.

    Muchísimas gracias por tu gran contribución a ese «desaprendizaje». Porque es mucho más difícil desmontar tantas y variadísimas falsas creencias, y tan masivamente respaldadas, que introducir creencias reales desde cero.

    Saludos

    • Carlos J. García on 17/11/2016

      Tal como apuntas, el entorno social (incluyendo de manera especial sus tentáculos informativos), en el que se encuentran inmersas las familias actualmente, con la tremenda responsabilidad de educar a los hijos, ha llegado a ser extremadamente nocivo para la propia tarea educativa. Lejos de ayudar a las familias les está dificultando seriamente dicha tarea.
      Por otro lado, la verdadera clave para ser buenos padres reside en la personalidad de éstos. Las personas que tengan un alto grado de realización efectiva tienen formas de existir que transmiten a los demás en todos o la mayor parte de los contextos en los que se desenvuelven, incluyendo el ámbito familiar/educativo. Ahora bien, en culturas en las que imperan las relaciones de poder, como la que tenemos ahora, por muy claro que tenga una persona en qué consiste la realización de los hijos, no resulta fácil contrarrestar las influencias negativas que estos puedan recibir en sus relaciones, tanto personales, como, directamente, de los ingentes canales de información nociva a los que están expuestos.
      En cuanto a tu perspectiva de que la tarea primordial reside en desaprender en vez de aprender, seguramente tienes razón, aunque si no se dispone de un potente foco informativo para dilucidar y valorar adecuadamente aquello que se haya aprendido, será difícil saber qué es lo que hay que desaprender, o en qué se ha de cambiar.

      Saludos.

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