Blog de Carlos J. García

La impropiedad de la propia conducta

Miles de automovilistas se quedan parados en las carreteras en medio de una gran nevada del mes de enero. Pasan unas cuantas horas de preocupación, sin disponer de medios materiales de agua, comida o de abrigo suficientes, cadenas para las ruedas de los coches, etc., a la espera de que alguien les rescate. Por fin, los medios de Estado ponen remedio a dicha condición.

A la tormenta de nieve, alguna institución mundial anónima le pone un nombre de ser humano, por ejemplo, María, que es divulgado por los canales masivos de información, y hay periodistas afanosos por buscar a los responsables políticos del mal rato pasado por los conductores y sus familias, para castigarlos por su negligencia.

Echar la culpa a terceros de algo malo, al Estado, al político o a María, es una condición tan frecuente de la humanidad actual que ya ha dejado de producir perplejidad.

Puede resultar cómodo para no malignarse uno a sí mismo, pensando que es un necio, un incompetente o un irresponsable. Si uno no se fija en lo que ha hecho mal al ponerse en una determinada situación de ese tipo; si no se cuestiona su propia negligencia, o si cree que María tiene la culpa de lo malo que le pasa, será difícil que no sufra los efectos de despreciarse a sí mismo.

Si a lo que aspira es a declararse inocente, echando la culpa al mundo exterior, a papá Estado, o a la aviesa intencionalidad que intrínsecamente poseen los fenómenos meteorológicos, será difícil que para los sucesivos meses de enero de los años sucesivos no le vuelva a ocurrir lo mismo o algo parecido.

Si comparamos la epidemia exculpatoria de los adultos de esta era, con la estrategia estructural que emplean los niños ante las adversidades, la cual consiste en culparse a sí mismos de lo malo que les hacen los mayores, parece que, siendo ambas sesgos manifiestos que transgreden la más elemental racionalidad, habría que optar por la infantil, aunque solo sea porque contiene más dignidad; más esperanza de influir en los hechos que les hacen padecer y más potencial de aprendizaje.

La cuestión es de dónde procede esta propensión endémica de considerar que uno mismo no es responsable de su propia conducta ni de su utilidad para no caer en situaciones indeseables.

Como contexto sociológico estamos bajo una corriente de dependencia social de la propia supervivencia individual que avanza en progresión geométrica.

El individuo está cayendo en la trampa de no defender su propia independencia más elemental para poder ganarse la vida por sí mismo. La independencia de cualquier campesino de épocas anteriores en lo que se refiere a sacar su propia vida adelante y la de su familia por sus propios medios, ha girado ciento ochenta grados, hasta ponerse en la dirección contraria.

Depender totalmente de los grandes poderes exteriores, ya sea públicos o privados (el estado, las grandes empresas y corporaciones, los grandes capitales, etc.) se ha convertido en el modo de vida más común y quedan cada vez menos individuos que aspiren a cubrir sus necesidades básicas con lo que ellos mismos sean capaces de hacer.

Es obvio que este tipo de corrientes sociológicas no emergen de manera espontánea en la población general, y, de hecho, el fomento de la dependencia social y económica de los individuos está originado en esos mismos poderes que alcanzan su paraíso viendo como los seres humanos se tornan cada vez más dependientes de ellos.

En la actualidad parece estar tácitamente prohibido que los males que alguien padezca o pueda padecer sean puestos en una relación causal en la que la propia persona tenga algún papel relevante en su producción.

Vulgarmente se diría que está mal visto que algún ciudadano de a pie se sienta individualmente culpable de algo que haya hecho mal o de alguna consecuencia de alguna acción que haya emitido por su cuenta.

Mientras el sujeto individualmente considerado en su capacidad de acción va desapareciendo, crece al mismo ritmo el monopolio del poder de acción que otros grandes factores exteriores tienen sobre su vida.

Esa dependencia antinatural de los factores exteriores, de los seres humanos individualmente considerados, va produciendo un desgaste cada vez mayor de la confianza en la propia capacidad para existir por sí mismos y por sus propios medios, lo cual erosiona seriamente la autoestima y en mucha mayor proporción que la reducción ocasionada por sentir algo de culpa de vez en cuando.

Ahora bien, esa promoción social de la dependencia a la que antes hice referencia, no se reduce a los mensajes ideológicos que emiten los grandes medios, sino que tiene su fiel reflejo en las leyes, que especifican minuciosamente millones de prohibiciones de acciones por cuenta propia orientadas a ganarse la vida.

Prácticamente un individuo ya no puede hacer nada por sí mismo, de forma independiente, para poder vivir por su cuenta y riesgo. La dependencia está impuesta en múltiples modos y facetas del modo de vida actual.

No se trata de que se prohíban acciones que dañen o perjudiquen la vida de los demás, lo cual está muy bien, sino de que se prohíban acciones que, sin hacer daño a terceros, se orientan a un fin tan noble como que las personas tratemos de sobrevivir por nosotras mismas de manera independiente.

Cuando dicha cultura de la dependencia se instala en una sociedad acaba sucediendo que las personas se difuminan, se desvanecen o se debilitan, instaladas en un proceso involutivo que se convierte en un círculo vicioso: cuanto más dependientes se hacen, tanto más necesitan depender…

Culparse uno mismo de lo que haga mal o enorgullecerse de lo que haga bien en la dirección de tratar de vivir por sí mismo, dejando al margen lo que hagan o no hagan otros, siempre funcionó como una actitud sana y generativa pues reconoce que la propia persona pinta algo en vez de nada en el curso de su propia existencia.

8 Comments
  • Francisco on 08/01/2018

    Cuanto me alegro de este artículo ya que he llegado a esa conclusión: «cada uno es dueño de sus actos» en vez de culpar a algo exterior porque te anula. Así, el sentimiento de culpabilidad se convierte en algo propio que produce conocimiento y autogobierno y no sufrimiento. Gracias Carlos.

  • María Martínez on 08/01/2018

    Claro, clarito. Parece que existe una especie de fobia a la culpa como mecanismo instaurado para para que el ser no llegue a ser, ni a desarrollar un yo. Desde un adulto constructivo, la culpa bien entendida, sería la autoresponsabilidad de lo que depende de uno, una generación de oportunidades de aprendizaje propio y desde ahí de acciones frente a la María de turno 😉 y no un eludir el desarrollar las propias capacidades en el que cabe la posibilidad de errar. .
    Viendo las generaciones de los adolescentes actuales, me siento afortunada de no pertenecer a ellas, ya que con tanto bombardeo desde los medios de comunicación y el deseo de pertenecer a tanta red social, creo que es más difícil llegar a desear siquiera el autoconocimiento, la autofundamentación y la honestidad que en otros momentos.
    Así que salvo excepciones entre las que por supuesto se encuentra este blog, sigamos plantando, regando y podando con mimo en nuestro huertito con las herramientas de la responsabilidad, ya que si no plantamos nosotros… otras entidades más o menos visibles, nos plantan lo que les interesa y no precisamente para contribuir a formarnos como seres responsables de nuestra vida.
    Carlos, me alegró mucho reencontrarte por las redes. Es un auténtico placer leerte.

    • Carlos J. García on 10/01/2018

      Hola María. Yo también me alegro de que te hayas puesto en contacto a través de esta página.
      En tu comentario, hay algo muy importante que creo que vale la pena aclarar a los posibles lectores, como es el beneficio que aporta la moral real al propio individuo que la tiene interiorizada.
      Destacas la responsabilidad y la culpa como componentes fundamentales de desarrollo del yo. Ahora bien, en el artículo expongo el sesgo de atribución causal de hechos indeseables para uno mismo a factores exteriores y la negación de la participación de uno mismo en su producción, lo cual puede producirse de dos modos muy diferentes, e, incluso, opuestos.
      En primer lugar, el yo de un sujeto anti-real no está sustantivamente limitado por la moral, ni tiene más limitaciones internas que su propia capacidad funcional para conseguir sus fines en total libertad de acción. En este caso, la fuerza del yo es alta, carece de problemas específicos que atañan a su propio ser y su actividad se orienta a ejercer poder sobre terceros. Su defecto radical es que destruye la posibilidad de coexistencia con otras personas pues daña la existencia de las mismas, lo cual se traduce en que solo quiere existir él sustantivamente y que las demás personas sean objetos al servicio de sus intereses. Nunca se siente moralmente culpable de nada, pues carece de toda moral, por lo que utilizará la atribución causal dentro de su campo de intereses de poder, e, incluso, para causar daño a terceros haciéndoles sentirse culpables de manera falsa y artificial. Un ejemplo extraído de la ficción puede ser, por ejemplo, el congresista Underwood de la serie House of Cards.
      En segundo lugar, el yo de un sujeto irreal, que maneje la atribución causal dentro de ciertas limitaciones morales, es fácil que trate de defenderse de la posibilidad de sentirse culpable cuando, efectivamente, él mismo sea el sujeto de algo malo o erróneo que haya hecho o de las consecuencias que se hayan derivado de sus acciones. En este tipo de casos, la persona suele tener la identidad personal malignada y trata de evitar nuevos incrementos de la misma, por lo que su identidad personal es el factor decisivo de reducciones de su propia sustantividad como consecuencia de atribuir a otros sujetos exteriores acciones o hechos que son producidos por él mismo. Un ejemplo, aunque no del todo exacto, podría ser el del personaje Peter Russo de esa misma serie.
      En el artículo no me refiero concretamente a estas dos clases de atribución, sino al sesgo poblacional que se está produciendo que es producto de varios factores, entre los que hay que destacar la eliminación radical de la moral; la supresión de la independencia; la supresión de la autonomía, y los modos existenciales correspondientes.
      En cuanto a la moral real, se funda en el reconocimiento general de la propiedad, en distinguir lo que es propio de lo que es ajeno; los enunciados verdaderos de los falsos; las acciones compatibles con la coexistencia, de las que dañan la existencia propia o la existencia de otra persona; lo que causa o produce uno mismo de lo que es producido por otros, etc. Dicha estructura moral no es dañina en ningún caso, no debilita el yo ni causa daño a terceros y, además, hace posible el desarrollo y el aprendizaje.
      Muchas gracias por tu comentario.

  • Miguel C on 09/01/2018

    Gran artículo, que debería de ser de obligada lectura en los institutos…

    • Carlos J. García on 10/01/2018

      Tienes toda la razón, sería de gran utilidad que los niños y adolescentes tuvieran formación e información de estos tipos y no tanto de otros. De todas formas, lo que educa es el conjunto del sistema familiar y social y cada vez más con mayor peso de este último, así que no podemos ser muy optimistas en el momento actual.

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