Blog de Carlos J. García

¿Qué puedo esperar de alguien a quién no conozco?

Estaríamos perdidos si Kant tuviera razón cuando afirma que no se puede conocer nada más allá de las meras apariencias.

Como bien sabemos hay apariencias verdaderas y falsas apariencias. Además, hay otros muchos estados intermedios, en los que las personas muestran algo verdadero de sí mismas, en combinación con la emisión de diversas falsedades.

Por su parte, del enorme conjunto de las falsedades que se pueden emitir, una primera clasificación podría consistir en distinguir las que se emiten defensivamente, de las que se emiten en variadas modalidades de ataque.

Estafar a alguien, por ejemplo, requiere la elaboración de una falsedad de ataque, mientras que mentir para no ponérselo fácil a quien nos quiera hacer daño, se encuentra dentro de las operaciones defensivas.

Hay, por tanto, falsas apariencias defensivas y las hay destinadas a operar proactivamente para sortear defensas del objetivo y causarle algún tipo de perjuicio.

Cuando la persona que tenemos ante nosotros nos es perfectamente desconocida, solo vemos de ella su apariencia física y la topografía exterior de sus acciones, lo cual no suele ser muy significativo para prever qué cabe esperar de ella.

De hecho, centrar toda nuestra atención, en esos aspectos que emergen a primera vista, lejos de ser una reacción natural ante su presencia, puede venir motivado por  un modo deliberado de esa misma persona de presentarse ante los demás.

Tanto es así, que bastantes personas, sobre todo jóvenes, cuando están ante alguien que llama su atención, se preguntan, casi automáticamente, «¿de qué va?».

Dicha pregunta no está nada mal. Ir de algo implica, ni más ni menos, el uso de algún tipo de disfraz que sirve de interfaz en las interacciones para operar sobre los demás ocultando aquello que la persona es y/o lo que verdaderamente pretende.

Ahora bien, la presunción generalizada de que los límites de cada persona se ciñen a aquello que vemos de ella, es un tremendo error.

Hay dos preguntas fundamentales que deberíamos hacernos ante cualquier desconocido del que necesitemos saber algo.

La primera, es a qué, a quién o a quiénes, obedece su conducta. La segunda, se refiere a los fines de la misma.

La mayor parte de las personas pertenecen a grupos, familias, parejas, empresas, partidos, religiones, asociaciones…, que poseen una mayor o menor influencia en aquello que hacen.

No solo eso, sino que, a menudo, actúan en representación de sus grupos de pertenencia, es decir, en calidad de representantes, y, no, necesariamente, a título personal.

En tales casos, si ignoramos dichas influencias grupales será muy difícil tratar de entender lo que hacen.

Además, en función de cuál sea el grupo al que pertenezcan, su conducta puede venir respaldada por una cuota de poder e influencia que exceda por completo las limitaciones que, en dicho aspecto, pueda tener una persona que funcione de manera individual.

¿Qué tiene detrás?,  ¿con que respaldo cuenta?, son preguntas vinculadas a la referida a su posible pertenencia grupal. La gente no suele llevar puesto un uniforme que identifique claramente a qué colectivo pertenece.

Cuando alguien está gobernado por otra persona o por un grupo, es decir, cuando funciona en régimen de heteronomía, en vez de hacerlo de forma autónoma, suele disponer de unas ciertas contraprestaciones de aquellos a quienes obedece, y dentro de estas, lo presumible es que tenga su respaldo.

En estos casos, la relación no ocurre con una persona, sino con un representante de un grupo y, por tanto, con ese mismo grupo. De ahí que sería necesario conocer al grupo del que se trate, en términos de sus fines o razones de su existencia, para hacer alguna previsión acerca de la conducta de alguno de sus miembros.

A menor escala, pero en esa misma dimensión, encontramos personas cuya autonomía se encuentra mermada debida a algún vínculo sustantivo. En estos casos, el sujeto puede ser algún progenitor, su pareja, algún amigo, etc.

De ser así, la relación no se establece con dicha persona, sino, al menos, en parte, con ella y con el sujeto que la gobierne. Sin conocer al sujeto del vínculo, será difícil explicar la conducta de la persona en cuestión.

Otro asunto previo de enorme importancia, se refiere al lugar en el que ocurra la interacción.

Ante datos similares de una misma persona, ubicada en lugares diferentes, pueden extraerse significados muy distintos acerca de los mismos.

Por ejemplo, una persona puede mostrarse muy amable en su puesto de trabajo con todo aquel que interaccione con ella, mientras que, fuera de él, muestre todo lo contrario. Dicha amabilidad podría ser debida, en algún caso, a su empeño en conseguir determinados objetivos laborales y no a un supuesto carácter afable.

Ni que decir tiene que, cuando se producen interacciones con personas que pertenecen a otras culturas, o, incluso, cuando se interacciona con personas de otras nacionalidades, ya sea en sus países o en el nuestro, se abre todo un mundo de posibilidades insospechadas referidas a lo que se puede esperar de ellas.

Pueden darse, por tanto, múltiples capas superpuestas recubriendo el núcleo de la esencia personal de aquellos a quienes no conocemos, y, por tanto, sin dicho conocimiento, no cabe hacer previsiones fundadas acerca de su comportamiento personal.

La complejidad de las posibles determinaciones de la conducta humana nos conduce, por tanto, a la necesidad de partir de un marco amplio de percepción de aquello que veamos.

Dicho marco perceptivo ha de sobrepasar con creces las apariencias visibles, las conductas observables, la reducida impresión física de su mero organismo, aquello que diga o manifieste de algún modo, etc., comprendiendo que cada persona tiene su propia historia, su biografía, sus pertenencias grupales, su cultura, su lugar de procedencia, su red de relaciones interpersonales, y otros muchos componentes adicionales, que se sumarán a su esencia personal en la posible determinación del comportamiento que emitan.

Tal vez, lo menos importante sea su herencia genética, o los estímulos ambientales presentes en la situación, mientras, lo más decisivo, en cuanto al pronóstico de la relación que puedan llegar a tener con nosotros, sea la esencia personal que subyace tras múltiples capas superficiales.

No obstante, dicho marco perceptivo, tan tremendamente amplio, podrá reducirse la mayoría de las veces, cuando no intervengan factores diferenciales de índole cultural, nacionalidad, pertenencias grupales decisivas, condiciones excepcionales de tipo laboral o profesional, etc., en las que los datos que alguien emita puedan interpretarse en mayor dependencia de la propia esencia personal.

Cuando se conocen bien múltiples aspectos de la otra persona, debido a que se comparten muchos de ellos (cultura, origen, familia, etc.), no es tan difícil percibir sus aspectos nucleares de índole personal, salvo cuando dicha persona opera intencionalmente mediante falsas apariencias para hacer creer que es digna de confianza.

En este último caso, es de extrema importancia reflexionar acerca de lo que la persona (desconocida, aunque hayamos tenido con ella una larga relación) nos ha hecho creer y/o nos quiere hacer creer, tanto acerca de ella, como acerca de nosotros mismos.

Si una persona adulta nos quiere hacer creer que es inocente, extremadamente generosa, omnicomprensiva, cuyo trato es extremadamente fácil, que nos ama incondicionalmente, que nos admira sin límites, que le importamos de forma exclusiva, etc., o, lo que es aún peor, nos ha hecho caer en ese tipo de creencias, hay que levantar todas las alertas, revisar todo lo que creemos saber de ella y reflexionar seriamente acerca de quién es.

Además, la duración que tenga una concreta relación, si poca o mucha, no equivale en absoluto a tener poco o mucho conocimiento de la persona en cuestión. Hay relaciones muy largas con personas que seguimos sin conocer, a pesar del paso del tiempo, mientras otras, más breves, pueden aportar el conocimiento suficiente.

La revisión de esas largas relaciones requiere analizar todo cuanto han ido dejando, lo que han dado de sí, los balances de lo que dan y de lo que quitan, las posibles incongruencias que contengan, la evolución de uno mismo y del estado en que se encuentre tras haberlas experimentado… Solo así, se podrá profundizar en el conocimiento de las mismas y hacer las correspondientes previsiones a futuro.

Por otro lado, a veces, el conocimiento y las creencias contienen enunciados asombrosamente diferentes, ya sea porque lo que la persona sabe no llega a introducirlo en su sistema de creencias, ya sea porque, lo que cree, carece de fundamento en lo que conoce.

El ideal de quien nos quiere engañar consiste en hacernos creer un montón de cosas acerca de él, sin que le conozcamos en absoluto, mientras hace prácticamente imposible que le conozcamos de verdad, o que, a pesar de lo que vayamos sabiendo de él no lleguemos a creerlo.

Ambas funciones hay que revisarlas en su eficacia y tratar de que se integren en todo lo posible: conocer en todo lo posible y solo creer aquello que de verdad conocemos.

2 Comments
  • Francisco on 23/11/2016

    Que artículo más bueno, con lo difícil que es conocer al otro, es una actividad de conocimiento ardua, no obstante hay que mantener siempre la forma de Ser uno mismo al margen del resultado de dicha actividad.

    • Carlos J. García on 23/11/2016

      A menudo es imprescindible conocer a “otro” que ha influido en el propio modo de ser para poder conocerse a uno mismo.

Deja un comentario