Blog de Carlos J. García

¿Nación de naciones?

En ausencia de alguna forma de limitación de la conducta humana, ya sea interna de la propia persona, ya sea externa de origen social, el ejercicio de la violencia interpersonal o intergrupal no es una mera posibilidad sino que se convierte en un uso común.

Ya sean luchas entre personas, familias, tribus, sectas, mafias, naciones, o de cualquier otro tipo de sustantividad que se considere, que no se encuentre limitada moral o socialmente, el ejercicio del poder con su inherente violencia se convierte en una característica que acompaña a las interacciones humanas.

Tal vez, la afirmación universal de tal conducta, prescindiendo de las limitaciones morales que caracterizan a un subconjunto de personas de la población general, llevó a concluir a Hobbes su famosa expresión de que “el hombre es un lobo para el propio hombre”.

No siendo tal afirmación una verdad universal, sin embargo, debemos reconocer que la humanidad consta de hombres y de hombres-lobos.

A causa de los segundos, dispuestos a todo para robar o dominar al vecino, a la tribu que tienen frente a ellos, o a cualquiera que consideren oportuno, las pequeñas sociedades empezaron a crecer mediante agrupaciones a través de pactos que limitaran la inseguridad y el ejercicio de la violencia entre sus miembros y entre ellas mismas.

Se trataba de que hubiera una autoridad que concentrara el ejercicio del poder en una entidad pública común a todos los habitantes de un determinado territorio. Tal es el embrión del Estado tal como lo conocemos en la actualidad.

De ahí que Max Weber[i] afirme que “en la actualidad, debemos decir que un Estado es una comunidad humana que se atribuye (con éxito) el monopolio del uso legítimo de la fuerza física dentro de un territorio dado.” (p. 10)

Tal legitimidad arrancaría del acuerdo de los miembros de dicha comunidad que consiste en la renuncia al uso de la propia violencia para cederla a una entidad superior que la administre bajo unos determinados requisitos.

Por lo tanto la entidad de cualquier Estado ha de tener, al menos, dos componentes: Un conjunto de leyes que aporten seguridad a sus integrantes y un conjunto de personas que las administren.

No obstante, la historia de los Estados nacionales que ahora conocemos fue, como poco, lenta y compleja.

Desde las tremendas pugnas entre reyes, oligarcas, eclesiásticos, comerciantes, nobles, terratenientes, productores y todo grupo que tuviera algún tipo de poder en una sociedad y que conformaban los estamentos o estratos de la misma, hasta llegar a un único Estado que monopolizara el poder de forma tal que todos sus miembros quedaran bajo el dominio público de un código legal, se produjeron luchas de todos los tipos imaginables.

No obstante, de aquellos estamentos (o estados) sociales se derivó una paulatina evolución hasta los Estados nacionales, lo cual supuso, sin duda alguna, un verdadero progreso.

Otra cosa muy diferente, son las luchas que observamos hoy en día por el control del poder que es monopolio del Estado, e, incluso, por el control externo de los Estados, o los posibles usos que hagan de dicho poder aquellos que llegan a ejercer dicho control.

Como todo instrumento, el Estado es un arma de doble filo y su uso puede limitarse al bien común de la población o, por el contrario, ponerse al servicio de intereses que lo perjudiquen.

Por otro lado, lo mismo que el Estado fue una evolución de los estamentos sociales, también la Nación actual es una evolución de las naciones tal como se consideraban hasta hace poco más de dos siglos.

Inicialmente —tal como expone Schulze—, las naciones no consistían en la totalidad de la población de un determinado territorio, sino que el concepto se restringía a la clase dominante de dicha población y a la parte de población que era representada por ella.

El sentido original latino del término Nación (Natio) se refiere a “aquella comunidad de derecho a la que se pertenece por nacimiento”[ii]. Dicha comunidad de derecho se denominaba patria, lo que conllevaba una vinculación afectiva con dicho lugar y, por tanto, con su organización política.

Ahora bien, el concepto de Nación está saturado de significados relativos a la diferenciación y muy frecuentemente a la hostilidad entre naciones. Es decir, donde cobra su máximo significado es cuando una nación está en guerra contra otra nación. Tal oposición perfila con mucha mayor intensidad la identidad de los nacionales pertenecientes a una y a la otra, que cuando dos naciones sostienen relaciones pacíficas o de cooperación.

En relación con los nacionalismos regionales emergentes en naciones ya consolidadas, fundan su aspiración de segregarse de estas, en el supuesto de que forman parte de ellas en contra de su voluntad histórica (en el sentido de que en el pasado fueron naciones independientes que resultaron anexionadas por la nación de la que actualmente forman parte) y de su voluntad actual centrada en vivir su porvenir de forma autónoma.

Para ello necesitan convencer a la población regional de que “su nación” se encuentra en lucha con la nación opresora de la que quieren segregarse para formar un nuevo Estado independiente, lo cual intensificará la correspondiente identidad nacionalista.

La involución que conlleva dicho planteamiento equivale a retroceder muchos siglos en el progreso y desarrollo de estados y naciones, y si, además, han de elaborar una gigantesca mentira histórica para fundar sus pretensiones, el régimen que se cierne sobre la población afectada no puede ser más siniestro.

El nacionalismo regional es promovido por caciques ávidos de ejercer control sobre un Estado nacional, engañando y sometiendo a la población general a sus designios, lo cual lo convierte en una forma de despotismo al nivel del más arcaico de los feudalismos alto-medievales.

No constituiría problema político alguno si quienes ejercen el poder en las instituciones del Estado cumplieran con su principal cometido, que consiste en la correcta administración y aplicación de las propias leyes del Estado y la salvaguarda de la nación frente a aquellos que la amenazan.

Ahora bien, a día de hoy uno de los partidos españoles que se supone que es partidario de defender la Constitución de 1978, el Estado de derecho y la Nación española, se encuentra inmerso en resolver algo así como la cuadratura del círculo: conservar la nación española y, al mismo tiempo, admitir dentro de ella a las naciones regionales. Sus líderes quieren formar un Estado plurinacional o una Nación de naciones para dar encaje —dicen— a las aspiraciones nacionalistas.

Un estado plurinacional es en lo que, en un error histórico de gran envergadura, se ha convertido la Comunidad Económica Europea. Se trata de un Estado de derecho sobrepuesto a las naciones europeas que forman parte del tratado comunitario, sin que previamente hayan ocurrido los cambios necesarios en dichas naciones para que puedan tolerar dicho Estado sobrevenido: La CEE regula naciones sin que las mismas hayan cristalizado en la emergencia de una nueva estructura parecida a una nación con la aquiescencia de sus nacionales.

La CEE no es una nación de naciones, sino un Estado a cuya administración se someten naciones. Se está haciendo un proceso político inverso al que sería necesario hacer para que llegara a generarse la nación Europa, en caso de que los nacionales europeos accedieran a ello.

No obstante, igual de absurdo es el hecho por el que un Estado nacional se descompusiera en una colección de Estados nacionales dimanados de sus comarcas o regiones, una vez ocurrido el casi milagroso hecho de que dicho Estado nacional llegara a serlo pasando por tremendos avatares a lo largo de su formación.

Si a esto se añade que dicho Estado nacional, dejaría de serlo en el mismo momento en que sus posibles hijastros cobraran vida propia, parece que lo que se pretende es que dicho Estado se suicide y de su descomposición resulte un aumento notable del número de países de la ONU con una incierta esperanza de vida.

Cuando se ha accedido a un nivel de orden poblacional que, como el del Estado nacional, protege a la población de los excesos y la violencia de poderes ajenos al Estado, resulta incomprensible que el propio Estado tolere la violencia, que se ejerce desde una parte de la población sobre la otra, o se someta a ella mediante la invención de fórmulas que son simples falacias demagógicas.

[i] WEBER, MAX; Ensayos de sociología contemporánea I; trad. de Mireia Bofill; Editorial Planeta-De Agostini, S.A., Barcelona, 1985

[ii] Véase: SCHULZE, HAGEN; Estado y nación en Europa; Trad. Ernest Marcos: CRÍTICA; Barcelona, 1997 (p. 89)

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