Blog de Carlos J. García

Mi depresión y «yo»

Si aceptáramos la eliminación científica del «yo» y, de forma general, de la mente humana, el título de este apartado habría que reducirlo a “mi depresión”, y, todavía más, también habría que eliminar el “mi” que señala al propietario de la misma que soy «yo», por lo que el título quedaría simplemente como “depresión” sin nada más que añadir.

En relación con el ser humano, con la palabra “depresión” se hace referencia a alguna forma de hundimiento de las actividades de relación acompañada de otras manifestaciones como, por ejemplo, un debilitamiento de la voluntad de hacer, un estado de ánimo decaído, triste, pesimista, etc., que puede ir acompañado, o no, de agitación, nerviosismo, mal humor, etc.

A continuación efectuaré un somero análisis de la naturaleza de la depresión en lo relativo a si se trata de una enfermedad orgánica, como hoy en día la considera la medicina de forma mayoritaria, o si, por el contrario, se trata de un problema psicológico

La consideración de la depresión como una enfermedad se podría extender a una infinidad de condiciones relativas a la identificación de un ser humano con un organismo autómata que es la que corresponde con el monismo materialista.

Empecemos por decir que, la emergencia del «yo» en la infancia y la adolescencia y su papel como sujeto, que se apropia del complejo sistema que conforma su propio ser, y de todas las funciones de que dispone, es un requisito imprescindible para que cualquier ser humano sea viable.

Mediante el extenso proceso de la incorporación del propio organismo al «yo», éste se hace responsable de él, en cualquier sentido que convenga a su propia vida, convirtiéndolo en un instrumento que, sumado a su aparato mental, conforma su propia unidad existencial.

Cuando, por obra y gracia, de múltiples y suculentos intereses que no viene al caso relacionar, se trata de convencer a un ser humano de que, ni su mente ni su «yo» poseen realidad alguna, salvo la de ser ilusiones perceptivas o de la propia conciencia cerebral, me parece obvio que nadie se lo cree ni se lo puede creer, salvo que padezca algún trastorno mental muy severo, como es el caso de la esquizofrenia cenestésica.

En mayor o menor medida, todos sabemos que el cuerpo y la mente forman parte de nosotros mismos y, por lo tanto, que ambos son componentes de uno mismo, es decir, del «yo» propio de cada cual. Además, sabemos que quien existe de un modo o de otro es uno mismo y no un simple cuerpo, aunque es obvio que éste también es necesario para llevar a cabo la tarea.

Cuando vemos a una persona en un gesto tan simple como coger y levantar un vaso de agua para beber, podemos preguntar tranquilamente por qué lo ha hecho y lo normal es que responda que lo ha hecho para reducir su sed.

Su organismo ha enviado información al cerebro de su necesidad de hidratación por medio de la sensación de sed, ella, es decir, su propio «yo», ha sido consciente de tal información y ha tomado la decisión de emitir una acción para paliarla. Ha querido beber, tenía agua disponible, y ha bebido. Su «yo», como es lógico, ha gestionado su estado y ha resuelto una necesidad, pero también podría haber demorado la solución, beber un refresco en vez de agua o haber hecho cualquier otra cosa, atendiendo o desatendiendo la información de tener sed.

Otra cosa distinta es que veamos a una persona a la que le tiembla el pulso manifiestamente y por más que quiera no puede suprimir dicho temblor. Puede ser Parkinson, puede ser disquinesia tardía, de cualquier otro trastorno cerebral, o de otra condición como un síndrome de abstinencia, pero también puede ser que dicho temblor proceda de estar aterrorizada ante alguna amenaza importante.

¿De dónde proceden los movimientos, los actos o las acciones que producimos? Sin duda, pueden provenir de uno mismo (del propio «yo») o de algún estado o proceso cerebral, pero, por regla general, podemos distinguir su origen o procedencia.

Una persona puede cojear por un problema físico pero también puede cojear para simular tener un problema físico que no tiene. En un caso el origen está en el organismo, mientras en el otro está en el propio «yo» de la persona.

No solo es la confusión que puede llegar a generar la supresión del «yo» y la atribución al organismo de todas las manifestaciones y acciones que producimos, sino que la eliminación del «yo» produce una mutación en la concepción de la esencia misma del ser humano que, ni siquiera, se puede imaginar a qué clase de especie o cosa conduciría. ¿Una ameba?, ¿un ganglio?, ¿un trozo de materia inconsciente?, ¿un muerto?, ¿un asesino sin responsabilidad de ningún tipo?…

Lo dicho hasta aquí puede servir de introducción al modo contemporáneo de enfocar los problemas mentales, conocidos vulgar y erróneamente como enfermedades mentales.

A todos ellos, sean leves, graves o moderados, se les busca insistentemente un origen orgánico-cerebral y se aportan más y más hipótesis y teorías al respecto.

Sin entrar en detalles técnicos muy concretos, la teoría de que la depresión se produce por un problema físico localizado en la transmisión del impulso eléctrico, de una neurona a otra por medio de los neurotransmisores, que salen de una para estimular la membrana de la siguiente, erradica la participación del «yo» en su producción, pero también, de las circunstancias que dicho «yo» esté experimentando en esa etapa de su vida.

El fin de los fármacos con los que los médicos tratan la depresión —que se encuentran entre los más vendidos de todas las categorías—, consiste en potenciar la transmisión de los impulsos eléctricos entre las neuronas.

Como suelen presentar un cierto grado de eficacia para paliar algunos síntomas de la depresión, se desprende, sin demasiado rigor lógico, que la causa de la depresión es algún fallo en la neurotransmisión.

Por lo tanto, la teoría correspondiente viene a sostener que, una persona está deprimida porque los impulsos eléctricos entre neuronas son débiles o tienen algún tipo de fallo, luego hay que tratar la depresión potenciando la neurotransmisión.

Por lo tanto, la persona (su «yo») no tiene nada que ver con el estado que padece. No es que ella esté deprimida, sino que padece una enfermedad cerebral. ¿Es esto así?

Los estados mentales y del propio «yo» que experimenta una persona, no son independientes de la neurotransmisión cerebral, sino que ésta depende de aquellos, por lo que, igual que a la voluntad del «yo» le siguen las operaciones cerebrales que culminan en que coja un vaso y beba agua cuando lo considera oportuno, la actividad cerebral correspondiente obedece al «yo» cuando éste valora una situación de una manera concreta, por ejemplo, en términos de que no vale la pena seguir viviendo en dicha situación.

Ni que decir tiene que el propio «yo», dependiendo de cómo se encuentre configurado en el sistema complejo de una determinada persona, puede ser más o menos vulnerable a ciertas clases de situaciones, lo cual hará que en unas situaciones se deprima, en otras no, que no se deprima nunca o que exista permanentemente deprimido.

¿Qué ocurre cuando una persona está medicada con antidepresivos que fuerzan su actividad cerebral a mantener una determinada intensidad de la conductividad eléctrica?

La respuesta parece ser que se impide que dicho cerebro obedezca las órdenes del propio «yo» y que, cuando a la vista de las circunstancias, trate de determinar un cierto estado de actividad, energía, emocional, etc., el propio cerebro no le obedezca.

Es decir, se producirá una falta de armonía entre el estado del «yo» y el estado de activación del organismo.

Una de las cosas que pueden ocurrir cuando los fármacos antidepresivos son muy eficaces consiste en que la propia persona, al notar la discrepancia que hay entre el estado que debería tener (por ejemplo, ante el fallecimiento de una persona muy querida), y el que los fármacos le producen (que puede ser de una elevada vitalidad), llegue a sentirse mal por sentirse “bien”.

En caso de ocurrir, siente como si se alegrara ante el fallecimiento de un ser querido, lo cual puede llegar a ser muy desagradable.

Lo que este tipo de casos ponen en evidencia es que una cosa es el «yo» y otra muy distinta el cerebro.

No obstante, hay otro asunto de enorme gravedad implícito en juzgar las alteraciones mentales como si fueran enfermedades orgánicas.

Las enfermedades son procesos estrictamente individuales que una persona padece y que, por regla general, salvo en casos de epidemias, solo le conciernen a ella misma. Son de ella, están en ella, son un problema que empieza en ella y acaba en ella.

Los problemas mentales, por el contrario, son producidos en relaciones interpersonales, y, en especial, en fases formativas del niño y del adolescente mediante la exposición de estos a condiciones familiares o sociales anómalas.

Por lo tanto, son problemas inculcados en una persona por otra/s o a consecuencia de la interacción con ella/s.

De ahí que cuando se trabaja con el fin de resolverlos resulta necesario conocer esa parte tan importante de ellos como es la causa de su producción.

De hecho, cuando una persona comprende lo que le pasa y la causa de lo que le pasa, en términos inteligibles y verdaderos, da un primer paso fundamental para acometer su posible solución y, al menos, deja de experimentar la impresión de absurdo que siente cuando ignora todo acerca de lo que le ocurre.

Si se elimina todo el aparato psicosocial e interactivo que hay detrás de los problemas mentales, encerrándolos en la esfera de “la enfermedad”, se sume a la persona en la categoría de ser una enferma absolutamente dependiente de los tratamientos externos que se le apliquen y, lo que es peor, toda la producción psicosocial e interpersonal de los mismos queda ignorada de manera estructural y, consiguientemente, su posible prevención y auténtica solución eliminada de raíz.

Por otro lado, ¿cómo queda el «yo» de dicha persona y su autoestima cuando se suma a su identidad personal la propiedad de un defecto tan importante en ella misma, como es el de ser una persona cerebralmente enferma?

Hay dos focos fundamentales en los que hay que fijarse para empezar a indagar de dónde procede un estado deprimido y como es lógico se encuentran dentro de la relación «yo — circunstancias».

Los estados atribuibles al padecimiento por parte de una persona de unas circunstancias adversas, en las que tiene serias dificultades para continuar existiendo dentro de límites tolerables, se suelen considerar como estados reactivos, y, en el caso de la depresión, antes se llamaban “depresiones reactivas”.

En estos casos, una persona que posea un «yo» constituido sin alteraciones estructurales significativas, puede reaccionar a determinadas pérdidas interpersonales muy significativas; a previsiones de condiciones existenciales pesimistas, por ejemplo, en materia económica, laboral, etc.; a conflictos interpersonales con personas que considere amigas suyas, y, en general a una amplia variedad de circunstancias negativas, con una reacción de tipo depresivo.

Pero tal reacción no es automática. Entre la experimentación de tales circunstancias y la reacción de abatimiento, etc., media una valoración del estado de cosas que experimente y una determinada actitud que será la causa eficiente de que su estado anímico decline o se derrumbe.

Un caso bastante frecuente es el de que la persona juzgue que en tales circunstancias, actuales o previstas, no le compensa seguir haciendo lo que hace, viviendo, luchando, etc. Se trata de una especie de valoración «costo — beneficio» por la que concluye que su existencia no le proporciona o no le proporcionará bienestar, placer, disfrute o, en general, un bien que compense el peso de seguir haciendo lo que hace.

Por ejemplo, se da con cierta frecuencia en casos de soledad por perdida de una relación personal muy significativa en el entorno existencial próximo, lo que produce en la persona un vacío existencial que prevé no podrá llenar a futuro.

No obstante, los sucesos circunstanciales que ocasionen estados contrarios a continuar existiendo no tienen por qué ser puntuales o reactivos a situaciones novedosas. También hay condiciones estructurales, generalmente de índole familiar, que pueden ir haciendo inviable la vida de uno de sus miembros, a medida que los problemas se van intensificando y la existencia de la persona se va tornando algo prácticamente inviable o sin salida a la vista.

Hay problemas interpersonales, intrafamiliares, o no, que se estructuran como un auténtico encierro sin que la persona implicada perciba salida alguna de los mismos. Cuando no se ve salida a una situación, la propia existencia se juzga imposible y la actitud hacia la misma se torna tan pesimista que la persona tira la toalla.

Ahora bien, esas depresiones reactivas pueden presentar dos modalidades bastante claras: 1) la persona cae en un estado de abatimiento, tristeza, pesimismo, etc., y 2) cae en dicho estado, pero a él se superpone un estado de ansiedad y agitación considerable.

¿Qué factor determina un tipo u otro de depresión?

En ambos casos, la persona juzga que su existencia en tales circunstancias no vale la pena, pero, en la modalidad en la que está presente la agitación, ésta se produce porque dicha persona siente que tiene la obligación de seguir viviendo y haciendo un conjunto de actividades, aunque no disponga de la energía necesaria para hacerlas.

Por ejemplo, si una persona pierde a su pareja con la que tiene una magnífica relación y con la que tiene un hijo en común, generará actitudes de tristeza, abatimiento, pesimismo, etc., pero se ve en la obligación de sacar adelante a su hijo, se sentirá forzada a seguir haciendo todo lo que hacía para conseguir que su hijo salga adelante, a pesar de que le queden pocas ganas de vivir.

Esa obligación de vivir teniendo una actitud contraria a seguir haciéndolo, la obligará a activarse a sí misma para compensar la disminución de energía producida por la valoración de la pérdida.

Cuando la disposición a seguir viviendo en determinadas condiciones es muy escasa, la energía disponible para hacer actividad disminuye en ese mismo grado, y, si la persona se fuerza a hacer actividades sin tener la energía disponible, ha de hacerlas activándose, forzándose, y por tanto, elevando su nivel de ansiedad.

Por otro lado, si en vez de centrarnos en el capítulo de las circunstancias, ponemos la atención en el «yo» de la persona que se deprime, podemos encontrar una variedad de condiciones del mismo, que expliquen depresiones mucho más estructurales y todavía más profundas que las que se han denominado reactivas.

En las depresiones con fundamento en el «yo» con cierta o aparente independencia de las circunstancias existenciales, lo que falla es la valoración que la propia persona tiene de sí misma y su autoestima.

La persona se considera a sí misma inútil, despreciable, indeseable, o cualquier otra forma de que adopte una identidad personal extremadamente negativa e, incluso, su sentimiento de no merecer seguir existiendo.

En tales casos, hay una atribución de la inviabilidad o el fracaso existencial al propio «yo» sin considerar el peso que pudieran tener las circunstancias en la precipitación de la pérdida de energía para vivir.

Es obvio que, en tales formas de depresión, se da una configuración estructural del «yo» que en sí misma constituye un problema que hace a la persona mucho más vulnerable a generar disposiciones contrarias a la propia existencia en determinados momentos de su vida.

Cuando la perspectiva que se adopta para comprender una depresión, y más concretamente de este último tipo, es de índole organicista, que niega el «yo» o que rechaza toda posibilidad explicativa desde el mismo, es obvio que se caerá todavía con más intensidad en la creencia de que se trata de una enfermedad orgánica de origen genético o algo muy parecido.

La mayor parte de las personas hemos experimentado múltiples sentimientos, entre los que se encuentran algunos de los siguientes: tristeza; alegría; seguridad; inseguridad; inocencia; culpa; malignación; benignación; fealdad; belleza; amor; odio; resentimiento; perdón; vergüenza; orgullo; capacidad; impotencia; resignación; rebeldía; justicia; injusticia; temor; tranquilidad; esperanza; desesperación; alivio; melancolía; agradecimiento; envidia; vinculación; soledad; aislamiento…

Si se piensa bien, atribuir la producción de los mismos a un mecanismo de conductividad eléctrica del cerebro resulta inconcebible, aunque solo sea porque su amplísima variedad no podría ser explicada por un mecanismo fisiológico simple y único.

La complejidad de las personas es mucho más amplia de lo que una hipótesis cerebral pueda dar cuenta.

Además, ¿para qué y para quien servirían las manifestaciones informativas o los síntomas depresivos considerados cerebrales, si no hubiera un «yo» que pudiera ser consciente de los mismos?

Por lo que sabemos, no hay una sola función orgánica que no posea una finalidad que tenga alguna utilidad para la vida, por lo que, la inmensa complejidad de las funciones psicológicas, reducida a efectos colaterales de la neurofisiología sin destino alguno hacia un  «yo» que deba ser informado de los estados del propio ser, sería perfectamente inútil.

 

 

8 Comments
  • Francisco on 21/01/2018

    Así es Carlos pensar que una depresión es un cortocircuito eléctrico es una barbaridad que elimina al propio ser humano. Gracias por este gran artículo.

  • Miguel C on 22/01/2018

    Muy bien explicado Carlos, felicidades por el post.

  • Ignacio Benito Martínez on 22/01/2018

    Para leerlo y releerlo. Siempre se escapa algo cuando solo se lee una vez. La verdad que el ser humano es bastante complejo, y el concepto del «yo» también. Me encantó.

    • Carlos J. García on 22/01/2018

      Sí. La relación entre el yo de una persona y ella misma suele ser compleja y de enorme interés, especialmente para ella. Me alegro de que te gustara.

  • JFCalderero on 24/01/2018

    Muy importante cuestión y muy bien desarrollada.
    Es completamente necesario un corpus intelectual sobre la esencia del ser humano. No tiene sentido ninguno eliminar un «yo» consciente y responsable.
    Muchas gracias.

    • Carlos J. García on 25/01/2018

      Algo se hizo en los dos primeros tercios del siglo XX, por algunas ramas psicoanalíticas, que mantuvieron al conductismo confinado en los laboratorios de experimentación animal, pero esos esbozos de investigación del yo quedaron aplastados por la farmacología psiquiátrica emergente en el último tercio de dicho siglo, y su mejor relación con el nuevo conductismo pseudocientífico aplicado a seres humanos, hasta que, ya en la actualidad, el predominio organicista es enorme. Por su parte, la filosofía ha pasado a ser devaluada en la mayoría de sus reflexiones psicológicas, y, en general, rehuye de la metafísica y la ontología, dado el movimiento anti-metafísico que cada vez más se va imponiendo con mayor intensidad. Es verdad que hace falta un renacimiento del corpus intelectual al que te refieres. Muhas gracias a ti.

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