Blog de Carlos J. García

La leyenda blanca y el racismo

La mentalidad emergente del protestantismo (calvinismo, presbiterianismo, puritanismo, luteranismo y sectas afines), primero se define por ser anticatólica; en segundo lugar por ser nacionalista; en tercero, por ser racista; en cuarto, por ser capitalista; en quinto, por ser antiespañola y en sexto lugar, por la violencia que emplea en su desempeño para conseguir sus fines (violencia que no es solo física, sino que incluye la violencia simbólica, la lingüística, la propaganda bélica, la económica y, sobre todo, la falsedad comunicacional).

Ese corpus doctrinal iniciado en zonas del norte de Europa (territorios de Inglaterra y Escocia, de lo que hoy es parte de Alemania, Suecia, los Países Bajos, Ginebra y otras ciudades de la actual Suiza, regiones de Francia, etc.), tuvo como sus más trascendentales fundadores a Lutero y a Calvino, aunque éste último reunió en su propia persona la dimensión doctrinal y la praxis política, al contrario que Lutero que fue la faceta doctrinal que los príncipes feudalistas alemanes emplearon para conservar y potenciar sus privilegios políticos.

Juan Calvino (1509-1564) se dirigió a los potenciales lectores católicos españoles en 1559 para presentar su obra escrita en 1536, Institución de la religión cristiana[i], veintitrés años después de su publicación en Basilea, con un planteamiento casi trivial, por el que viene a decir a los católicos: Estáis siendo víctimas de un engaño diabólico por parte de los ministros de la Iglesia en la que creéis y yo vengo a salvaros de ese engaño para poneros bajo la fe verdadera que es la mía. En el texto, se presenta como un intermediario entre Dios y el hombre, posición que le permite saber mejor que nadie todo cuanto el hombre debe saber sobre Dios y desde esa posición, elevada por encima de todos los demás hombres, constituirse en la autoridad espiritual y moral que gobierne a la nueva cristiandad.

El planteamiento no deja de ser tenebroso por cuanto, al final, pone a ese hombre del que tiene una horrorosa creencia (dicho por él mismo “pobre, enfermo, vano, perverso, ignorante, vanidoso y corrupto”) en dependencia de un conocimiento de Dios que solo él le puede dar de forma verdadera, es decir, pone a ese hombre en dependencia directa de lo que él mismo le diga acerca de Dios y de lo que debe hacer.

Sin embargo, la mayor parte de la gente sabe que la versión calvinista de Dios es la de un Ente misterioso que hace que el hombre nazca predestinado para la gloria o para el infierno, salvado o condenado, sin que pueda hacer nada para cambiar esa predestinación. A pesar de esa espada de Damocles que pende sobre su trágico destino en la eternidad, destino en el que él no tiene el menor poder para influir a través de lo que haga, el hombre debe confiar en lo que Calvino le diga sobre Dios, sobre el propio hombre y sobre qué debe hacer.

Además, en términos del empleo de la violencia, Juan Calvino destacó a gran distancia por encima de los demás “reformadores” protestantes.

Según Stefan Zweig[ii]  «Se terminó en Ginebra toda especie de libertad desde que Calvino penetró en la ciudad; una única voluntad impera ahora sobre todo.» (ibid. p. 37). La tiranía comienza desde el momento en que Calvino toma el poder de su cargo: «Todo lo que hace que la vida, habitualmente, sea fecunda, plena, alegre, floreciente, cálida y sensual, falta en este desolado semblante de asceta, sin bondad y sin edad. […] Negro, siempre negro, siempre el color de la gravedad, de la muerte y de la inflexibilidad. (ibid. pp. 54-56)

Y continúa Zweig, citando a Honorato de Balzac: «Con razón dice Balzac que el terror religioso de Calvino es aún más estremecedor que la orgía de sangre de la Revolución Francesa. “La furiosa intolerancia religiosa de Calvino era moralmente más cerrada y menos piadosa que la intolerancia política de Robespierre, y, si le hubiera sido dado un círculo de acción más dilatado que Ginebra, Calvino habría derramado todavía más sangre que el espantoso apóstol de la igualdad política.»  (ibid. pp. 75-76).

Depuraciones, destierros, decapitaciones, destrucción del honor del rebelde antes de su asesinato, control policial exhaustivo, quema en la hoguera, torturas, vejaciones, humillaciones, … A Calvino no le faltó detalle para consumarse, casi con toda seguridad, como el tirano más intenso, más minucioso, y más malvado de la historia, en un lugar, como Ginebra que pasó de ser una ciudad activa y alegre, antes de su llegada, a un lugar inhabitable en el que no sería posible la existencia humana poco tiempo después de que éste revolucionario tomara el poder.

Según María Elvira Roca Barea[iii] «El número total de víctimas de la intolerancia calvinista alcanza las 500 personas en un periodo de unos diez años en una ciudad con menos de 10.000 habitantes. Manteniendo la proporción, la Inquisición española hubiera debido matar a un millón de personas por siglo, más o menos, para igualarse en el ranking de la intolerancia. Las peripecias de las distintas sectas protestantes (seguidores de Zuinglio o Müntzer, huterianos, remonstrantes, baptistas, anabaptistas, etcétera) no pueden ser narradas aquí, pero no muestran un paisaje especialmente diferente[iv]» (ibid. p. 190). Hay que añadir que lo más frecuente era que las víctimas fueran quemadas en la hoguera (tal como expone Zweig en la obra antes citada).

Tal como describe Zweig, Calvino, en Ginebra, lo prohibió todo, salvo trabajar y asistir a escuchar sus sermones los domingos a la iglesia, y esto último no es que estuviera permitido, es que era absolutamente obligatorio. Estaba prohibido bailar, sonreír, toser, vestirse con algo de gracia, y todo cuanto uno se pueda imaginar que se corresponda con una vida normalmente feliz. Además, esas prohibiciones no podían ser obviadas en modo alguno, pues el control minucioso de la vida de todos y cada uno de los individuos estaba al máximo nivel de eficacia y eran seguidos de castigos gravísimos.

Este era el individuo que presumía de ser el enviado de Dios para ayudar a los hombres a alcanzar la fe, el representante divino ante los hombres, el que, en última instancia, decía haber sido elegido por Dios para promulgar las tesis luteranas y las suyas propias acerca de las abismales diferencias entre la casta de los elegidos y la casta de los condenados por un insondable y arbitrario misterio divino. Este fue uno de los individuos fundamentales que cimentaron el mundo moderno.

Si pavoroso es el personaje, y terrorífica su gestión política, su doctrina no desmerece en absoluto. Expuesta en su legado Institución de la Religión Cristiana, cuyo título ya es suficiente demostración de que no se trata de una reforma sino de una revolución que, despreciando a la anterior religión cristiana, instituye una nueva doctrina para sustituirla.

Hay muchas ideas de gran trascendencia en esa religión instituida por Calvino, aunque quizá la más importante sea la compuesta por la salvación mediante la fe en vez de mediante las obras y la tesis de la predestinación.

La cuestión es si algo tan extremadamente grave para la Humanidad como sería “La elección eterna con la que Dios ha predestinado a unos para la salvación y a otros para la perdición” (en palabras de Calvino), ya desde el nacimiento, y con absoluta independencia de sus acciones, sus vidas, sus razones, sus motivos, sus determinantes, sus identidades, sus facultades, y todo cuanto no sea esa arbitraria decisión divina, podría fundarse, como sostiene Calvino, en la carta de San Pablo a los cristianos residentes en Roma.

Lo cierto es que no. La carta de San Pablo deja claro que Dios castiga a aquellos que cometen impiedades e injusticias, pero no dice, en ningún sitio, que Dios condene a hombres buenos en absoluto, ni mucho menos, por capricho arbitrario, ni desde antes del nacimiento de hombre alguno.

Si la tesis calvinista de la predestinación fuese cierta, todo este tipo de distinciones entre hombres justos y malvados, estarían de más, pues no habría profeta alguno que pudiera distinguir, qué sería agradable a Dios y qué no, ni saber si Dios elegiría a un grupo de buenos y de malos mezclados arbitrariamente para la salvación y a otro de similar composición, para la condenación. La Biblia tiene una fuerte tesis moral, de la que se desprende qué es lo bueno y qué es lo malo, sin arbitrariedad de ningún tipo, y la tesis central de que, a Dios, no sólo le agrada, sino que premia lo bueno, y no sólo le desagrada, sino que castiga lo malo que haga el hombre.

Si los reformadores, Lutero, Calvino y los demás, han de negar todo cuanto en la Biblia se dice en torno a las buenas y a las malas obras y sus consecuencias, en términos de salvación y condenación, para sostener que lo que se haga da lo mismo, que igual da hacer el bien que hacer el mal, siendo lo único importante una fe irracional y, por lo tanto radicalmente absurda, entonces no se trata de reformadores, sino de autores claramente anticristianos.

Habiendo eliminado todo el soporte metafísico que culminó Santo Tomás, y, por lo tanto, habiendo eliminado todo vestigio racional de la fe religiosa, con las tesis protestantes estaríamos ante un hombre religiosamente irracional y absolutamente libre de cualquier limitación moral, del que se dice, y él mismo cree que es un elegido de Dios para la salvación, por lo que, además, presenta una soberbia descomunal y un desprecio estructural hacia todo aquel otro que no se considere, como él, elegido. Tal es el caso en el que estarían los católicos, y cualesquiera otras poblaciones, ante la mirada de los protestantes, a los que no sólo se les despreciaría por estar predestinados a la condenación eterna, sino que, además, se les vería como un colectivo poco menos que estúpido por el simple hecho de ser buenos o de hacer buenas obras.

Habida cuenta de que otra tesis central del protestantismo es que todos los seres humanos, sin excepción, somos malos por naturaleza, entonces se junta un explosivo temible en la mentalidad de los protestantes configurados de ese modo: La creencia en su propia maldad, absuelta por Dios desde su nacimiento, y salvados a priori por tal elección inexplicable, se convierte en una maldad privilegiada que, unida a la plena libertad de sus acciones, queda sin sujeción moral de ningún tipo: la maldad exculpada a priori, que no teme ningún tipo de castigo ni posee sujeción moral en modo alguno, se lanza a conciencia y en plena libertad, a dejarse llevar por su propia maldad y a relacionarse sin trabas con el resto de la humanidad, inferior, condenada y, generalmente, moral, desde una actitud de superioridad, de soberbia y de narcisismo y, para colmo, con el acopio de riqueza económica que le permite, e incluso le inclina a tener esa religión, tal como, admirablemente, explicó el sociólogo Max Weber(1864-1920)[1].

La política de propaganda y de propagación del calvinismo al resto de Europa, sobre todo del norte, y a las colonias inglesas en América (en gran medida por puritanos emigrados desde Inglaterra) fue muy intensa.

La doctrina de Calvino y no solo su praxis, resulta terrorífica para quienes llegaran a creerla, pero también para todos aquellos con los que sus creyentes se relacionen.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con la Leyenda negra que ha padecido y sigue padeciendo España por medio de la propaganda protestante?

A María Elvira Roca la definición de Leyenda negra que más le gusta, comparándola con la de Julián Juderías, es la de Maltby: La leyenda negra es «la opinión según la cual en realidad los españoles son inferiores a otros europeos en aquellas cualidades que comúnmente se consideran civilizadas».

Esa “opinión” no es lo que se entiende vulgarmente por una opinión de alguien acerca de algo, sino una gigantesca obra enciclopédica publicada de forma fragmentaria en millones de panfletos, libros, libelos, pasquines, teatrillos, declaraciones, aulas escolares, etc., en la que se reúne el mayor acopio efectuado de calumnias y difamaciones de todos los tiempos, el cual se refiere a España y los españoles.

Si aplicamos el criterio según el cual el valor de un hombre se mide por el número de sus enemigos y mutatis mutandi lo aplicamos a las naciones, tendremos una medida indirecta del valor de la nación española en el mundo y en la historia.

Poca gente en España sabe actualmente que el genocidio estadounidense contra los pueblos indígenas que habitaban California antes de que dicho territorio pasara a ser propiedad de Estados Unidos, prácticamente acabó con todos ellos en menos de cincuenta años. Su extinción no la causaron ni los españoles ni los mejicanos independizados de España, sino los colonos, las milicias y las autoridades estadounidenses.

De niño, allá por los años sesenta, echaban por la tele, series como Bonanza, La casa de la pradera y Rintintín, además de muchísimas películas de indios y vaqueros.

En aquellas películas los malos eran los indios y los buenos los vaqueros y el séptimo de caballería. Tan buenos eran, tan familiares, caritativos, sensibles, valientes, esforzados, eficientes, sacrificados y toda la serie de virtudes cristianas que se nos puedan ocurrir, que en la infancia daba gusto tenerlos como modelos de imitación y aprendizaje una vez a la semana con el correspondiente episodio o la película de vaqueros en cuestión. No sabíamos que lo que nos estaban poniendo en la tele era una parte importante de la Leyenda Blanca.

Tantísimas películas de vaqueros llegaron a poner en aquella época que en las fiestas infantiles no recuerdo ningún niño que prefiriera llevar el disfraz de indio en vez del de vaquero.

Gracias a María Elvira Roca acabo de descubrir que el indio Jerónimo era católico, bautizado con nombre elegido del santoral (San Jerónimo) e iba a caballo gracias a los españoles. Acabó sus días siendo exhibido por los pueblos junto a un mono como una atracción de feria.

Si en vez de los vaqueros hubieran ganado los indios, tal vez hubiéramos podido disfrutar de una preciosa Leyenda Roja (de pieles rojas) en lugar de una Leyenda Blanca.

La civilización según el Norte de Europa, sus extensiones imperiales y sus colonias emancipadas, no procede de Roma ni de Grecia ni de Cristo, sino de los pueblos germánicos y no sé bien si, también, de los pueblos nórdicos, vikingos o tal vez de cualquier otro lugar menos de las raíces culturales españolas.

El verdadero problema de la Leyenda Blanca y de la otra cara de la moneda que es la Leyenda Negra, es que se trata de un Fake-story descomunal e inabarcable, incluso para una mente individual privilegiada como es la de María Elvira. Hasta tal punto es inconcebible que contemplar una pequeña parte de ella nos confirma que la civilización occidental de los dos últimos siglos no es más que un gigantesco Show de Truman en el que nada es ni fue lo que parece. Todo lo que se muestra invierte lo que verdaderamente es.

El historiador Howard Zinn expone que «No hay país en la historia mundial en el que el racismo haya tenido un papel tan importante y durante tanto tiempo como en los Estados Unidos. […] En las colonias inglesas, la esclavitud pasó rápidamente a ser una institución estable, la relación laboral normal entre negros y blancos. Junto a ella se desarrolló ese sentimiento racial especial —sea odio, menosprecio, piedad o paternalismo— que acompañaría la posición inferior de los negros en América durante los 350 años siguientes —esa combinación de rango inferior y de pensamiento peyorativo que llamamos “racismo”.»[v] (p. 31)

Cuenta Zinn que en África ya había esclavitud, si bien se asemejaba más a los siervos de Europa. «La esclavitud africana carecía de dos de los elementos que hacían de la esclavitud americana la forma más cruel de esclavitud de la historia: el frenesí de beneficio ilimitado que nace de la agricultura capitalista y la reducción del esclavo a un rango infrahumano con la utilización del odio racial, con esa impenitente claridad basada en el color, donde el blanco era el amo y el negro el esclavo.» (ibid. p. 35)

En los siglos XVII y XVIII ya había racismo en las colonias protestantes de América, aunque propiamente parece más correcto llamar a aquellas formas de maltrato de otro modo (etnocentrismo o algo parecido) hasta la llegada del racismo científico a lo largo de la Ilustración y del siglo XIX.

El racismo como forma de ingeniería social es el título de uno de los capítulos del libro de Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto[vi], que creo es de lectura obligada para quienes traten de comprender el asunto.

En tal capítulo, Bauman analiza, primero, en qué consiste el racismo y lo diferencia de otros fenómenos grupales como la heterofobia y la enemistad declarada. Afirma que «Fue la modernidad la que hizo posible el racismo y también la que creó su demanda. […] En resumen, el racismo es un arma moderna empleada en luchas premodernas, o, al menos, no exclusivamente modernas.»  (ibid. p. 82)

Según Bauman el racismo es la forma de aversión entre grupos que tiene una profunda afinidad con el espíritu científico de la época y, presenta la tendencia a ampliar el concepto para que abarque todas las variedades de resentimiento, ya que «…todas las clases de prejuicios entre grupos se interpretan como expresiones de predisposiciones innatas, naturales y racistas.» (ibid. pp. 82-83)

Además, «…en el mundo moderno, que se distingue por su ambición de autocontrol y autoadministración, el racismo declara que existe cierta categoría de personas que se resiste endémica e irremisiblemente al control y es inmune a cualquier esfuerzo para mejorar.» (ibid. pp. 86-87)

En cuanto al empleo del racismo para asentar la propia superioridad frente a terceros, Bauman concluye lo siguiente: «Observando la realidad como la veían sine ira et studio, difícilmente podían pasar por alto la tangible, material e indudablemente “objetiva” superioridad de Occidente sobre el resto del mundo habitado… (pp. 90-92) […] El segundo aspecto es que, a partir del Siglo de las Luces, el mundo moderno se ha distinguido por su actitud activista y de ingeniería hacia la naturaleza y hacia él mismo. La ciencia no avanzaba por su propio interés. Se consideraba, fundamentalmente, un instrumento de formidable poder que le permitía a su poseedor mejorar la realidad, volver a darle forma según los planes y designios humanos y ayudarle en su camino hacia el perfeccionamiento… La jardinería y la medicina son formas funcionalmente distintas de la misma actividad, la de separar y aislar los elementos útiles destinados a vivir y desarrollarse de los nocivos y dañinos, a los que hay que exterminar.” (ibid. p. 93)

Lo cierto es que en los siglos XVIII, XIX y XX hay multitud de científicos y otros autores muy ilustrados en el norte de Europa, como, por ejemplo, Carl Linnaeus (1707–1778), con antecedentes en el siglo XVII como es el caso de Robert Boyle (1627–1691), que elaboran teorías antropológicas en las que la genética y las razas tienen una importancia extrema para clasificar a los miembros de la especie y afirmar la supremacía racial del norte de Europa.

Sánchez Arteaga (1974 – ), en la primera parte de su libro La razón salvaje[vii] analiza el proceso de elaboración del racismo científico ocurrido a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX en Europa «mediante el cual la creencia científica en la superioridad de las poblaciones humanas de origen europeo llegó a convertirse en una verdad (no en un error) racionalizada y aceptada dentro de las sociedades científicas de la cultura «occidental», durante su periodo de máxima expansión imperialista.  […] el racismo como verdad científica sirvió como un ingrediente fundamental dentro de la ideología de las sociedades capitalistas occidentales en el periodo de su máximo apogeo imperialista.» (ibid. pp. 206-207)

Se trata de la sustitución de un paradigma religioso por otro, igualmente mítico, que es el de la ciencia positivista.  Al respecto, dice dicho autor: «En el siglo XIX se pasa de una predominancia del discurso religioso cristiano, a la alternativa evolucionista propuesta por las ciencias naturales; o, lo que es lo mismo, de un esquema ideológico degeneracionista (paraíso y caída) a otro de progreso evolutivo —eso sí, como hemos visto, a ritmos distintos entre las razas—. (ibid. p. 208)

El racismo argumentado por la ciencia positivista del siglo XIX llegó a considerar que las diferentes razas no eran propiamente razas de una misma especie, sino diferentes especies animales jerarquizadas en una pirámide en la que el hombre blanco europeo estaba nítidamente por encima de todas las demás. No obstante, esa “confirmación” científica no sería más que la argumentación de un sistema de creencias muy anterior. Al respecto afirma dicho autor que «nuestro análisis parece confirmar que la matriz conceptual sobre la cual se asentaba la asociación científica del no europeo con el salvaje mitológico, con el hombre primitivo y, por último, con el mono, permaneció inalterada a lo largo de más de cuatrocientos años, al menos, hasta 1900.» (ibid. p. 214)

Todo parece indicar que el darwinismo aportó una pieza fundamental, con toda la fuerza de una creencia insertada en un amplio sistema ideológico, sirviendo a fines de dominación y ejercicio del poder de una concreta clase de sociedad.

En sus conclusiones Sánchez Arteaga expone que: «…el pensamiento científico actuó objetivizando y racionalizando ciertos intereses particulares bajo la apariencia de lo universal y lo incuestionable, de forma exactamente análoga a cómo funcionan los sistemas míticos y religiosos» (ibid. pp. 293-294), lo cual puede operar profundas transformaciones sociales, ya que: «…los conceptos científicos dan paso a transformaciones efectivas de las vidas y del medio ambiente gracias a su puesta en circulación colectiva —en la práctica del discurso, en la red de acciones comunicativas que hacen funcionar la sociedad— dentro de rituales de pensamiento y acción asumidos masivamente.» (ibid. p. 296)

Ahora bien, ¿a qué se refiere dicho autor con el término “racionalización”?

No está nada claro que haya un único concepto de razón, dado que el término es, en sí mismo, relativo a los polos de la razón de que se trate.

La razón puede ser un cociente entre dos números; puede ser la relación entre unas premisas y la conclusión que se derive de ellas; puede ser una relación inductiva entre unos datos y unas inferencias efectuadas a partir de los mismos; puede ser una relación entre medios y fines…

La racionalidad ilustrada y la decimonónica tuvieron mucho que ver con la eficacia tecnocientífica y con la económica. Lo racional es, en estos casos, la selección de los medios necesarios y suficientes para conseguir un fin, tal como, por ejemplo, se manifestó en la revolución industrial y, de modo más general en el perfeccionamiento del capitalismo.

El sociólogo Max Weber en su análisis del capitalismo, incluye algunos factores de diferenciación con la simple economía de mercado ya presente en la Edad Media y, concretamente, destaca el empleo de la ciencia económica y de la ciencia en general para el perfeccionamiento de la relación «medios — fines» en orden a la consecución del máximo beneficio empresarial. En ese terreno, es posible que la abolición de la esclavitud en Estados Unidos se debiera más a un análisis racional de los mayores rendimientos de los trabajadores “libres” que los de los esclavos.

El polémico libro de Max Weber[viii], publicado en 1904-1905, que trata de la relación entre la ética protestante y el surgimiento del capitalismo, por el que su autor recibió críticas y aplausos, es uno de esos libros que resultan imprescindibles para entender algo de lo ocurrido en Occidente entre las reformas protestantes y el estado contemporáneo de cosas en materia económica y política.

Podemos leer en la introducción del libro, hecha por Francisco Gil Villegas: «…Weber se interesó en estudiar esa mentalidad moderna, que en la “época heroica del capitalismo” del siglo XVI al XVIII fue imponiéndose sobre la mentalidad del tradicionalismo económico. La nueva mentalidad tuvo su más clara expresión en los sectores sociales que eran los portadores históricos del ascetismo intramundano derivado de la Reforma protestante en sus variantes del calvinismo, el metodismo, el puritanismo y las diversas sectas baptistas.» (op. cit., p. 28)

Además, como apunta Francisco Gil Villegas, el libro es un estudio de cómo las ideas pueden llegar a tener una “eficacia” histórica, dado que los intereses sociales pueden apropiarse de las ideas para conseguir sus propios objetivos, si bien, tal apropiación tiene que verse apoyada por lo que tales ideas signifiquen.

En esencia, el calvinismo y sus diferentes ramas como el puritanismo, el pietismo, el presbiterianismo, etc., participan en la gestación y triunfo del capitalismo moderno tal como lo puede describir el propio Bejamín Franklin[ix] sin hacer referencias directas a la religión. Este capitalismo moderno parece fundarse en la dedicación exhaustiva a la profesión de ganar dinero tanto de empresarios como de empleados cuya virtud radica en poner por encima de todo, hacer bien su trabajo.

La demostración de que uno es un elegido de Dios, o al menos que no es del grupo de los condenados, mediante la predestinación, radica esencialmente en vivir para trabajar y no perder el tiempo en otras ocupaciones, lo cual parece dotar a las actividades lucrativas de un cierto carácter sagrado, al contrario del que tenían en la economía tradicional pre-capitalista. Sin embargo, hay que hacerse algunas preguntas al respecto de ese ethos calvinista.

La ética práctica para que a uno le vayan bien sus negocios, especificada por Franklin, no es más que una metodología exclusivamente orientada a forjar una imagen de marca comercial para la obtención de crédito en las transacciones y su plusvalía, lo cual garantiza la continuidad de obtención de beneficio indefinidamente. Pero, en materia económica, en una transacción, pueden darse tres resultados: que ambos ganen, que uno gane y otro pierda, o que pierdan los dos. Ese ethos no garantiza que ambos ganen y parece tratar de evitar que ambos pierdan, por lo que su resultado más probable es que uno gane y el otro pierda. El que mejor aplique una racionalidad científica a sus negocios será el que gane y, el que menos use de la ciencia, el que pierda.

Para que alguien quiera ganar más dinero, trabajando más, si con el que gana ya tiene cubiertas sus necesidades, necesariamente ha de despreciar todo cuanto haría en su tiempo libre, fuera del trabajo, y considerar más atractivo el trabajo en sí que cualesquiera otras actividades no relacionadas con él. Esto, quizá, es efecto directo del desprecio y condenación que Calvino hizo de todas las actividades existenciales fuera del trabajo y la consideración de que la virtud iba asociada exclusivamente a la realización de éste. Sencillamente existir fuera del trabajo era pecaminoso. Pero es que esto es exactamente lo contrario de lo que ocurría en el mundo tradicional, cristiano. En el mundo católico lo pecaminoso era dedicarse a trabajar más allá de lo imprescindible para vivir y, lo virtuoso, dedicarse a tareas de mayor consideración como las de la Administración, la Iglesia, el empleo en el ejército, la justicia, la enseñanza, etc., que no produjeran mayores ganancias económicas. Además, no es que estas tareas de fines más elevados, aunque de poca ganancia económica, se hicieran mal, con poca dedicación o que estuviera mal visto que cada cual fuera un buen profesional de su ejercicio, sino que lo que no estaba bien visto era enriquecerse. Exactamente hacer lo que fuera para enriquecerse en vez de servir a fines cristianos.

Ahora bien, ¿por qué alguien va a considerar más atractiva la actividad de trabajar para ganar dinero, y trabajar muy bien para ganar más dinero que si trabajara mal, que el ejercicio de cualquier otra actividad no remunerada económicamente, si no fuera por la obtención del dinero en sí?

En la profesión orientada a la economía, hecha con sacrificios existenciales de todo tipo, a los que se consideran ejemplos de virtud, hay una abnegación de servicio al dios del dinero y ninguna abnegación derivada del servicio al Dios cristiano. Por lo tanto, ¿se puede identificar la virtud en la mera acción de espaldas a los determinantes o a los fines que la rigen? No. No se debe confundir hacer algo bien con hacer el bien. Parece que en la ética calvinista y en las asociadas, se confunde hacer bien el trabajo y sólo el trabajo con hacer el bien, cuando, lo cierto es que lo que de lo que ese profesional es profesional es de ganar dinero, siendo su ética profesional solamente un conjunto de protocolos para ganar mucha cantidad y durante mucho tiempo.

Por otro lado, ¿acaso se puede considerar servir a Dios, no hacer otra cosa más que ganar dinero? ¿Acaso se le da ese dinero a Dios o, por el contrario, se acumula en las arcas del propietario que lo amasa?

Así, tenemos al hombre blanco protestante llevando a cabo algún sueño americano (como el de la fiebre del oro que dañó tanto a las poblaciones indígenas) de enriquecerse y tener éxito social para demostrar que él es uno de los elegidos.

Mucho me temo que en la esencia misma de la doctrina de la predestinación se encuentra la creencia del pueblo elegido y privilegiado por Dios y que ese pueblo se inspira en ella para alcanzar y demostrar su supremacía en detrimento de todos los demás.

El racismo científico del siglo XIX, que incluye a Darwin (tal como demuestra Sánchez Arteaga), es una doctrina genetista que encaja como anillo al dedo con la predestinación desde antes del nacimiento ya que la clave de la elección divina es el genoma y no cualquier otro asunto ambiental o de aprendizaje.

Desde tales premisas, se podría deducir que los católicos estamos predestinados a la condenación eterna desde antes de nacer, que los indios son animales salvajes, que los negros son animales de carga, que los lapones son inferiores a los protestantes suecos, que los judíos son inferiores a los nazis, y así con todos los demás hombres de la tierra. Basta entonces ver el color de la piel o cualquier otro signo orgánico de que alguien no es de la raza elegida para juzgarlo como un ser que no merece aprecio de ningún tipo.

Pero ¿cómo se traduce esto en términos de poblaciones y nacionalidades? Sin duda, las naciones protestantes deben superar a las naciones católicas o de otras culturas religiosas en todo tipo de virtudes y, en especial, en su riqueza económica. Han de competir como sea con cualquier oponente y ganarle. Han de demostrar que son las mejores en esos parámetros de éxito y dinero.

Me pregunto si las culturas derivadas de esa forma de protestantismo llevaron bien el tremendo éxito de su enemigo natural católico, el imperio español, en los siglos XV, XVI, XVII y principios del XVIII, mientras sus naciones correspondientes ocupaban lugares inferiores en las jerarquías económicas y de potencia internacional.

Parece que, también, el protestantismo tuvo mucho que ver con los cambios y los movimientos nacionales ocurridos tras las revoluciones del siglo XVIII en América y en Francia.

Además de los aspectos genetistas, económicos, supremacistas, etc., y ocupando un puesto muy destacado en las mentalidades protestantes encontramos otra dimensión fundamental que es la que imprime una enorme diferencia entre la cultura católica y la protestante.

Está tan a la vista que casi no nos damos cuenta de ella. El término «catolicismo» procede de una raíz griega que significa universal —lo que es común a todos dada la universalidad de la doctrina católica predicada por Jesucristo— y el protestantismo se rebela contra dicha universalidad de la Iglesia Católica, si bien, como es lógico, no en la forma de un protestantismo universal sino en la de múltiples sectas fragmentarias de terruñeros que, en gran parte, son microestados feudales y como mucho pequeños estados proto-nacionales.

Este hecho es trascendental debido a que la etnia o la raza no solo tiene la supuesta delimitación genética, sino también la de la natio, el lugar de nacimiento y, vinculada a éste, la estirpe de los que nacieron en ese mismo lugar geográfico.

Por lo tanto, las sectas protestantes no solo se pelean contra el catolicismo como religión universal que no hace distinciones de raza, de lugar de nacimiento ni de ningún otro tipo, sino que lo hacen entre ellas con niveles tan agresivos o más que contra el catolicismo.

De hecho, el protestantismo acaba mutando la idea tradicional de nación, la cual pasa de estar delimitada por las jerarquías de los estados a la población general identificada con la raza y con el territorio de nacimiento.

En última instancia, el cambio se trata del poder de individuos, clases o grupos para imponer la legitimidad de cualquier modo de soberanía, determinación o gobierno sobre la propia población y frente a poblaciones exteriores.

En todos los casos, y muy especialmente, a partir de la Revolución francesa, el contenido del término «nación» se refiere, por tanto, a un poder que demarca la definición propia y, como se aprecia en la historia europea y mundial, la prescripción de hostilidad hacia poderes o fuerzas extranjeros.

En esa concepción la propia nación queda legitimada, por el mero hecho de serlo y el poder de que disponga frente a otras naciones, para ejercer violencia política sobre poblaciones ajenas a su demarcación geográfica, lo cual coincide o se acerca mucho a la noción de imperialismo entendida como expansionismo del propio poder más allá de sus fronteras originales.

No obstante, la propia definición moderna-contemporánea de nación, que incluye el derecho al empleo del poder de que disponga para ejercer violencia sobre otras naciones o territorios, no parece suficiente para que su población general estuviera dispuesta a participar en guerras o conflictos si sus clases dirigentes no los justificaran de algún modo.

El componente ideológico necesario para estimular la voluntad beligerante de un pueblo lo encontramos de forma explícita en dos factores. El primero es el de sentirse agraviado o víctima por alguna agresión procedente del exterior, cierta o falsa. El segundo es el racismo. Ambos componentes ideológicos pueden funcionar independientemente el uno del otro, aunque a menudo son manejados conjuntamente.

Así, la antigua idea de nación (tal como por ejemplo se usaba en la antigua Roma) pierde todo su sentido y emerge una noción completamente diferente que es la de nacionalismo.

Dicha variante moderna del nacionalismo, que se implanta con plena eficacia a partir de las revoluciones americana y francesa, es un fenómeno gestado al mismo ritmo o en las mismas fases históricas que el del racismo, y ambos hunden sus raíces en la modernidad.

María Elvira Roca afirma el vínculo entre protestantismo y nacionalismo sin ningún género de dudas: «El vínculo entre protestantismo y nacionalismo ha existido desde sus mismos principios. De manera que ser católico en Inglaterra, en Alemania o en Holanda ha sido, por decirlo suavemente, muy problemático. […] es una situación que se ha prolongado a lo largo del tiempo y ha llegado perfectamente hasta el siglo XX.»[x] (pp. 190-191)

Si a la delimitación de los grupos de población por medio de las fronteras nacionales se añade la posesión de una misma dotación genética que también sirve de límite para diferenciarse de los extranjeros en cualquier forma de superioridad racial, se produce una forma de unión competitiva frente a terceros que ya contiene incubada la violencia política entre las naciones modernas.

El desarrollo de las potencias nacionales del norte de Europa en el siglo XIX, en especial Gran Bretaña, Alemania y Francia, las conduce a un expansionismo imperialista de reparto de poder sobre el resto del mundo, y a una competencia entre ellas, que desembocará en las dos grandes guerras mundiales del siglo XX.

El sueño de Carlos I de España y V de Alemania, el emperador legítimo entre otros dominios de los terruños protestantes, cuyas rebeliones trató de sofocar sin éxito en el siglo XVI, era el de una Europa grande con el catolicismo como religión común y con un único estado de derecho para todos los territorios que heredó. No parece que fuera tan malo.

El racismo, por tanto, parece un componente esencial de la civilización occidental, dejando a un lado a la todavía parcialmente católica España a pesar de la disolución de la Iglesia de Roma por su protestantización progresiva desde hace muchas décadas.

Si todo esto es así, podemos entender la hispanofobia y la Leyenda negra contra España desde una perspectiva enriquecida que es la del racismo en el que España jamás cayó y desde el cual se han cometido las mayores atrocidades de la historia.

Dicho sea de paso, todo el racismo científico es tan falso como todo genetismo que pretende explicar la conducta humana. Se trata de un materialismo burdo, ridículo y falaz que para colmo tiene que disfrazarse de humanismo planetario tan falso como el propio racismo.

El catolicismo es, sobre todo, lo contrario del racismo y no deberían llamarse cristianas aquellas sectas constituidas por creencias racistas, que no por su ADN como quieren creer.

La leyenda negra contra España es el blanqueamiento del hombre blanco protestante que vive dentro de una hipocresía sin límites, de una mentira descomunal y, eso sí, bañándose diariamente en oro.

Si nos detenemos a reflexionar lo que está ocurriendo en la actualidad española (y posiblemente en otros estados europeos) en relación con los nacionalismos vasco y catalán, sus similitudes con todo lo expuesto al respecto de los estados protestantes son evidentes. Diríase de ellos que han cultivado y desarrollado las creencias troncales absolutamente inversas a la cultura universal española y las están llevando a la práctica aplicando la hostilidad y la violencia que consideran oportunas, incluyendo la violencia terrorista, mientras obtienen grandes cantidades de dinero del conjunto de la nación española.

Además, su expansionismo imperialista es manifiesto, los unos acuñando los países catalanes con las islas Baleares, Valencia, etc., y los otros prosiguiendo con su anexión de Navarra y ya se irá viendo qué más. Sus dirigentes, como Xavier Arzalluz, Quim Torra, Sabino Arana, etc., han hecho explícitas sus creencias racistas en diferentes ocasiones sin que por ello hayan recibido la oportuna contestación por parte del estado español.

 

[1] WEBER, MAX; La ética protestante y el espíritu del capitalismo; introd. y ed. crítica de Francisco Gil Villegas; trad. de Luis Legaz Lacambra; rev. por Francisco Gil Villegas. Fondo de Cultura Económica; México, 2004 (MAX WEBER, EPEC)

[i] CALVINO, JUAN; Institución de la Religión Cristiana (2 tomos); trad. de Cipriano de Valera (1597); trad. textualmente actualizada (1967) por la Fundación Editorial de Literatura reformada, Rijswijk, Holanda; Reed. Por Luis Usoz y Río (1858); Visor Libros, Madrid, 2003

[ii] ZWEIG, STEFAN; Castalión contra Calvino (En torno a la hoguera de Servet); trad. Ramón María Tenreiro; Editorial Juventud Argentina, S.A., Buenos Aires, 1952

[iii] ROCA BAREA, MARÍA ELVIRA; Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español; prólogo de Arcadi Espada; Ediciones Siruela; Madrid, 2016 (ELVIRA ROCA, ILN)

[iv] En apoyo del último enunciado dicha autora cita a pie de página el libro de Hans J. Hillerbrand (ed.), A Narrative History Related by Contemporary Observers and Participants, Nueva York; Harper & Row, 1964

[v] ZINN, HOWARD; La otra historia de los Estados Unidos (Desde 1492 hasta hoy); trad. Toni Strubel; Argitaletxe HIRU; Hondarribia, 2005

[vi] BAUMAN, ZYGMUNT: Modernidad y Holocausto; trad. Ana Mendoza; Ediciones Sequitur; Toledo, 1997

[vii] SÁNCHEZ ARTEAGA; JUANMA; La razón salvaje. La lógica del dominio: tecnociencia, racismo y racionalidad; Ediciones Lengua de Trapo; Madrid, 2007

[viii] MAX WEBER, EPEC

[ix] Véase la cita que hace Weber, de la declaración de Franklin, al respecto del espíritu del capitalismo en las páginas 92-94 de la obra citada

[x] ROCA BAREA, MARÍA ELVIRA; Op. Cit. ILN

10 Comments
  • Miguel on 10/07/2019

    Muy interesante Carlos. Dónde ubicas al Opus Dei dentro de todo ese proceso de protestantinización?

    • Carlos J. García on 18/07/2019

      No he investigado a fondo la posible conexión entre protestantismo y Opus Dei. En principio el Opus Dei se organizó para estructurar a la sociedad civil después de la guerra de 1936 con un orden parecido a una estructura militar. Después el impacto que tuvo el Concilio Vaticano II en torno a 1964 afectó a toda la Iglesia, incluyendo la española, aunque es posible que las jerarquías del Opus fueran las más avanzadas en los cambios que introdujo el Concilio que, sin duda, iban en la línea de amoldar el catolicismo al protestantismo a lo cual se llamó modernización o adaptación de la Iglesia a los cambios sociales.
      Gracias por el comentario.

  • Ignacio Benito Martínez on 14/07/2019

    Para quitarse el sombrero, !enhorabuena¡ Ya me gustaría que en España y en países como Italia o Grecia, fuéramos los suficientes para plantar cara a esas ideas racistas que dotan al hombre de unos dogmas totalmente anti-reales.
    Creo que hay tradiciones de países que no deben ser defendidas o defendibles, pero en el caso de España, no es porque yo sea español (sino por sus principios), deben de ser defendidos. El problema es que España es cada día más inmoral y anti-real.

    • Carlos J. García on 18/07/2019

      En general, estoy de acuerdo en lo que comentas. No estamos en los mejores tiempos para España.

  • Francisco on 14/07/2019

    Carlos que gran artículo lleno de conocimiento. Todavía tengo que leerlo más para ser más consciente pero me gusta su explicación, en fin Carlos muchas gracias.

  • jose luis custodio lopez on 15/07/2019

    Muchas gracias, Carlos, por estos artículos que me ayudan tanto.
    Leo las siguientes palabras de introducción a la traducción española de la obra Civilización de Kenneth Clark “No podía incluir en mi recorrido por la civilización la conquista española de América, ni siquiera la ocupación española de los Países Bajos. Fueron, sin duda, grandes cumbres de historia de España, pero no encajaban dentro de mi esquema humanitario”. Más adelante señala “Si hay algún lector tan necio que suponga que la omisión de España como capítulo aparte dentro de mi libro obedeció a un prejuicio protestante, que lea el capítulo 7. Pero no me era lícito cerrar los ojos a las actividades de la Inquisición y de la Iglesia”.

    • Carlos J. García on 18/07/2019

      La inclusión de Gran Bretaña, Francia, Alemania, Países Bajos, etc., en una obra que se centra en la historia del arte europeo, arquitectura, pintura, literatura, escultura, etc., con la expresa exclusión de España habla por sí misma del criterio racista empleado para la selección de los contenidos que la componen. Sus razones humanitarias, que no artísticas, para excluir a España son tan absurdas como falsas. Los Países Bajos nunca fueron ocupados por España, ya que era una provincia española que se rebeló contra su legítimo rey Felipe II, por los intereses de un cacique feudal como Guillermo de Orange (el equivalente a los Puigdemont, o Junqueras, actuales del separatismo catalán). Lo que desató esa rebelión fue una guerra civil que dividió a la población en dos facciones y lo más curioso es que en esa guerra las huestes de Guillermo de Orange estuvieron compuestas mayoritariamente por mercenarios, al contrario que los ejércitos de Felipe II con predominio de tropas regulares autóctonas de esa provincia.
      En segundo lugar, si se compara la conquista española de América, que dio todo lo bueno que pudo a las poblaciones locales, con la intervención genocida de protestantes que extinguieron a las poblaciones indias, hicieron uso de esclavos negros por millones, desataron un racismo como nunca ha habido otro en la historia, usurparon territorios españoles y mejicanos con malas artes, etc., el señor Clark se equivoca profundamente en lo que se refiere a las razones humanitarias en la formulación de su Civilización.
      En cuanto a la Inquisición y la Iglesia, ya cito en el artículo a María Elvira Roca, comparando una de las sangrías más intolerantes y repulsivas del protestantismo, como fue la de Calvino en Ginebra, con la Inquisición española, pero se podrían aducir otras muchas comparaciones más de otros “reformistas” como, por ejemplo, los crímenes auspiciados por Lutero contra los agricultores alemanes.
      A Clark no le parece lícito cerrar los ojos a las supuestas tropelías españolas, pero está completamente ciego al no percibir los grandes crímenes de sus “civilizados”.
      Muchas gracias por tu comentario.

  • concepcion garcia pascual on 18/12/2019

    bravo,bravo

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