Blog de Carlos J. García

La impunidad de la maldad refinada

En la actualidad está asumido por la mayoría de la gente que la violencia consiste en causar daño físico a las personas o cosas sobre las que se ejerce. En cuanto a la violencia ejercida sobre las personas, hasta hace muy poco tiempo se reducía al empleo de la fuerza física y/o de armas para causar lesiones orgánicas a alguien.

Desde hace relativamente poco tiempo a veces se incluye dentro de la violencia determinadas formas de conducta verbal como, por ejemplo, los insultos, difamaciones, coacciones, gritos, etc.

Lo que tienen en común estas dos modalidades de violencia es su aspecto exterior, en ambos casos notablemente agresivo, feo y desagradable a la vista de cualquiera.

Esto nos lleva a calificar la violencia por la especificación de las conductas manifiestas por las que se ejerce, dejando de lado, siempre o casi siempre, los motivos, los fines que persiguen, las causas de su producción, etc.

Ahora bien, si se define la violencia por la topografía agresiva de las acciones que alguien emite, automáticamente se excluye de tal definición todas las conductas que no son manifiestamente agresivas, con independencia de sus diferentes tipos de motivos y, sobre todo, dejando al margen sus efectos en aquellas personas a las que se destinan.

Así, cuando alguien emite acciones cuya topografía no llama la atención por sus componentes agresivos o por su fealdad ante un posible observador, ni siquiera puede levantar sospechas de que aquello que hace pudiera ser una forma de violencia.

Imaginemos que una persona camina sin saberlo en la dirección de un precipicio y que si alguien no la avisa, caerá irremediablemente por él. Un observador ve dicha escena y no la avisa del riesgo del riego que corre; el caminante sigue su curso, se precipita y muere.

Es obvio que el mero silencio del observador ha formado parte fundamental de la causa de dicha muerte, pero si nos atenemos a su conducta observable, no ha hecho absolutamente nada agresivo, feo ni desagradable. Simplemente ha mirado para otro lado contemplando la belleza del paisaje.

Si, por casualidad, un segundo observador ha visto la escena desde lejos y le preguntara al primero por qué no aviso al caminante, simplemente podrá decir que él no vio lo que ocurría.

¿Hay violencia en la conducta manifiesta del primer observador? Dado que no ha habido signos de agresividad de ningún tipo, nadie dirá que ha actuado con violencia, pero, ¿ha sido violento su silencio? A la vista de sus efectos, parece más un auténtico asesinato que cualquier otra cosa.

Además, aunque se supiera que el primer observador cometió una negligencia y alguien le preguntara por qué lo hizo, buscando alguna explicación comprensible, podría darse con un muro de piedra, o no podrá llegar a creer, por ejemplo, que aquel simplemente disfrutó con el fatal resultado de la misma.

Se puede efectuar violencia sin hacer nada y también se puede efectuar haciendo operaciones refinadas que causen daño al objetivo de la misma.

La visión conductista de la violencia es la más absurda de todas las que puedan imaginarse precisamente porque confunde la conducta observable con la misma.

La violencia consiste en cualquier acción u omisión, bonita o fea, que se efectúe intencionalmente para causar algún mal a una o más personas, ya sea ésta la causa final, ya sea un efecto colateral de cualquier otro propósito al que el causante dé más valor que a dicho daño colateral.

La violencia, no solo se efectúa para dañar a alguien sin más razón que producirle ese daño, sino que hay que incluir el resultado de hacerle daño cuando alguien persigue otro fin diferente despreciando a la persona o personas que salgan dañadas, como, por ejemplo, cuando una persona mata a otra para sustraerle algo de dinero.

Dar más valor al dinero que a las personas que se ven dañadas cuando se efectúa la acción para conseguirlo, no solo puede producir ese efecto colateral, sino que puede ser un simple pretexto artificial que adorne el propósito principal de causarles daño.

Ese desprecio estructural a las personas, casi siempre coincide con una constitución personal en la que la propia identidad personal se encuentra inflada por una autoestima extrema, cuya elevación se funda en ejercer el poder sobre todo y todos los demás, o pelear para alcanzarlo. En este caso, la vida se enfoca como una lucha a muerte contra todos los demás lo cual excluye toda capacidad de apreciar a cualquier otra persona.

Ahora bien, dicho modo de vivir para el poder, conlleva una estrategia de autoprotección extrema, para no recibir daño alguno en esa guerra que lleva a cabo, lo cual se define perfectamente con el término alevosía.

La alevosía es un factor inherente a la maldad y, por lo tanto, a la violencia del poder, lo cual suele excluir toda fealdad o agresividad de sus operaciones observables.

Encontrar acciones topográficamente malas entre las que efectúa un sujeto malo de verdad, dentro del contexto social en el que opere, suele ser como encontrar una aguja en un pajar.

Su violencia adopta un refinamiento alevoso por el que, efectuando acciones aparentemente neutras o buenas ante potenciales observadores, consigue causar daños tremendos en los destinatarios de las mismas, daños que, a menudo, produce indirectamente.

Encontramos, por tanto, malas intenciones y efectos dañinos producidos por ellas en terceras personas, por medio de conductas que no suelen tener ningún mal aspecto exterior. Además, las conductas en cuestión suelen encontrarse amparadas por justificaciones benignas.

La simple seducción; el engaño; la traición interpersonal; la rotura de relaciones que tenga una persona con otras operando sobre éstas; el fraude; la estafa; la generación artificial de enemigos contra el objetivo; el abuso de confianza; el chantaje mediante información privilegiada; la malignación de la identidad personal del objetivo usando criterios morales; el desprecio activo; la utilización de sicarios que sean los que se manchen las manos; la producción de conflictos internos fundados en la buena fe de sus víctimas,… todo ese tipo de operaciones y muchísimas más pueden ser efectuadas tras una apariencia angelical. Además, todas ellas pueden causar estragos que violenten seriamente el estado psicológico y existencial de quienes las padezcan.

El límite de la violencia que efectúa la maldad pura y dura no es otro que la inteligencia de que disponga el sujeto que la ejerza.

La moraleja de esto es que hay que conocer a las personas y los efectos que las relaciones con ellas producen, no solo en nosotros mismos, sino también en otras personas con las que se relacionan.

Además, no basta un conocimiento de sus relaciones directas con sus víctimas, sino entender el sistema de sus relaciones mediante el que efectúan carambolas por las que, tocando a una producen efectos en las otras; sin descartar sus frecuentes alianzas con sus semejantes, las personas que compran para que las sirvan y aquellas con las que ya tienen conseguida una posición de poder y las sirven muy a su pesar.

Todo esto se encuentra muy lejos de la mera agresividad interpersonal que, incluso, puede ser reacción al padecimiento que una persona tenga, de forma consciente, o no, cuando está bajo alguna persona que ejerza el poder sobre ella.

Ahora bien, hay que tener en cuenta que el sujeto de violencia refinada suele disfrutar mucho más, al hacer sufrir a sus víctimas durante mucho tiempo, que matándolas, aunque este trágico final no haya que excluirlo cuando ya no le produce placer alguno seguir con sus torturas. Al matarlas, por otro lado, pone en riesgo la alevosía del crimen, lo cual no suele ser su mejor opción.

Dicho todo esto, se hace necesaria la distinción entre hacer acciones malas de manera infrecuente por motivos o fines diferentes al de causar el mal a alguien, de la mala persona que opera sistemáticamente con el fin de existir ella por encima de todas las demás y sacrificando a quienes le opongan resistencia.

Por último, hay que decir que la alevosía que busca la impunidad, puede referirse a ámbitos diferentes.

El primero es la alevosía que consiste en que la propia víctima no sea consciente del daño que se le hace, por lo que ella misma no pueda defenderse, ni buscar que la sociedad u otros agentes la defiendan.

En este caso se encuentran la mayoría de los niños, muchos adolescentes y algunos adultos que no tienen la menor conciencia de que exista la maldad en el mundo, lo cual les mantiene en un estado de inocencia. Toda la maldad que pueda recaer sobre ellos, tenderán a justificarla por alguna buena razón, o, si no pueden hacerlo, quedará en su memoria como algo inexplicable y absurdo.

Otro ámbito es el de la alevosía empleada en entornos sociales no inocentes, en cuyo caso, el sujeto procura siempre que nadie sea consciente del mal que efectivamente produce, dado que si alguien lo descubre y puede mostrarlo o demostrarlo, tendrá algún tipo de castigo.

En el primer ámbito, en el que la víctima es consciente de la topografía de algunas acciones, al mismo tiempo que inocente, observamos una relación peculiar entre ambas condiciones, puesto que dicha conciencia se encuentra limitada por la imposibilidad de percibir la maldad. En este caso, la alevosía no se funda primariamente en el engaño, sino en la inocencia de la víctima.

En el segundo ámbito la propia víctima o los observadores potenciales, no son inocentes, pero tampoco son conscientes por la falta de información emitida por el causante, por lo que la alevosía se funda necesariamente en el engaño.

Es obvio que al sujeto de la maldad le es más cómodo y más fácil, ser alevoso con personas inocentes, que serlo en un entorno en el que ha de engañar a muchas personas no inocentes, por lo que su objetivo más apetecible son los más inocentes, empezando por los niños y adolescentes.

Dada su condición de víctimas potenciales prioritarias, es obvio que la propia sociedad debería darles la protección necesaria, ayudarles a paliar los daños que hayan podido recibir y mostrarles cómo superar su estado de inocencia, lo cual, no parece que esté ocurriendo como tendría que ser.

 

4 Comments
  • Celia on 25/02/2018

    Es extremadamente curioso que los medios de comunicación asocien exclusivamente maldad con asesinato. En muchas películas o series de televisión el psicópata siempre ha cometido al menos un crimen. Sin ir más lejos, la mejor descripción que yo conozco en la pantalla de psicópata es la de Frank Underwood en la serie House of Cards. Pues bien, la forma que tienen los guionistas de mostrar su maldad es porque mata a gente, incluso con sus propias manos. No basta con hundir psicológicamente a personajes como Russo, sino que además lo tiene que matar. Este relato tan hartamente utilizado en tantas ocasiones va creando la idea de que la maldad solo adopta esa forma y no los mil y un disfraces con los que alevosamente destruyen la esencia y la existencia de las personas.

    La excepción quizá sea el cine de los años 30 y 40 que sí se atrevió a describir personajes malvados con daños psicológicos palpables, aunque en contadas ocasiones. Es el caso de Luz de Gas o de Queen Bee, ésta protagonizada por una Joan Crawford que, al igual que en otros títulos, parece que no tuvo que esforzarse mucho en el papel.

    Por otra parte, querría traer aquí a colación esta psicología actual que niega la maldad y que asevera, por ejemplo, que Hitler hizo lo que hizo porque no tenía “conciencia”. Me pregunto qué esconde tanto empeño en justificarlo todo para no tener que reconocer la mala intención.

    • Carlos J. García on 25/02/2018

      Al respecto de tu alusión al “empeño en justificarlo todo para no tener que reconocer la mala intención”, debo citar la serie reciente de Tv Breaking Bad.
      Algo muy parecido a lo que citas acerca de House of Cards ocurre con el personaje de la serie, Walter White, alias Heisenberg. Si se contabilizan los muertos que causa de modo directo e indirecto, hay más de doscientas personas, pero en la mayor parte de los casos se presentan como que no le queda más remedio, dada la situación en la que están él o su socio; se suma algún factor accidental a sus motivos; lo hace con algún fundamento “racional”; una gran justificación, etc., todas ellas, condiciones aparentemente asociadas a que no quiere matar a nadie, lo hace en contra de su voluntad, etc. En este caso, se ofrece un personaje cinematográficamente raro, como si careciera de mala intención y las muertes fueran efectos colaterales de que lo único que quiere es dejar dinero a su familia antes de morir de cáncer. Se trata de una interpretación extrema de que “el fin justifica los medios”, si bien, por otra parte se ofrecen algunos indicios, pero no muchos, de su maldad. Es posible que hiciera falta ver la serie un par de veces para percatarse claramente de su maldad, cargada de soberbia infinita, sintiéndose cada vez mejor cuanto mayor poder ejerce; su voluntad ilimitada de conseguir ingentes cantidades de dinero-poder; el control y posesión que ejerce sobre su socio; el engaño intenso y permanente a su familia y otros allegados; el uso malintencionado que hace de la ciencia; etc.
      Además, como todo esto ocurre partiendo de cero hasta explotar en niveles muy altos de modo progresivo, e, inicialmente, el personaje se presenta como si no fuera capaz de romper un plato, las sucesivas explicaciones de la subida de esa escalera de maldad, empezando por el descubrimiento del cáncer, impiden ver al personaje como un malo “de película” y producen la ilusión perceptiva de que esa maldad se justifica por las situaciones en las que se va metiendo.
      En este caso, parece que se ve obligado a cometer los sucesivos asesinatos que efectúa de manera alevosa, todos ellos “sin querer”, por lo que sería como poner a una buena persona en malas situaciones y no a un individuo malo que encuentra sucesivos pretextos para producir todo el daño que le resulta posible.
      Lo peor del asunto es que ya al final de la serie parece que se arrepiente de todo lo que ha hecho, retornando a la supuesta bondad inicial, y sacrificando su vida por un buen fin, hecho que vendría a reforzar la idea de que “en el fondo no era malo” e incluso hace olvidar que, de todas formas, se iba a morir de cáncer en poco tiempo.
      Por lo comentado, el conjunto de la serie puede resultar ambiguo para mucha gente que la vea, aunque bien analizado el personaje es rotundamente malo y el guionista escarba bastante en la maldad de un modo diferente a las típicas historias de los asesinos en serie.

  • Francisco on 26/02/2018

    Estoy estudiando «La visibilidad de la maldad» en tu libro «Realidad, anti-realismo e irrealidad» y reconozco que es muy complicado percibir el anti – realismo pero estoy en ello y me está ayudando mucho. Gracias

    • Carlos J. García on 26/02/2018

      Es como casi todo en general. La percepción hay que ir ensanchándola a lo largo de la vida y en eso tiene mucho que ver el conocimiento que se va haciendo de las cosas y la propia experiencia unida a la reflexión. Gracias a ti.

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