Blog de Carlos J. García

¿Es natural la posesividad materna?

Es obvio que el carácter desde el que se identifique y distinga la personalidad, real, anti-real, irreal —o adoptando cualquier otro enfoque del tipo que sea—, el modo de ser o la esencia del «yo» de un ser humano, no atiende a razas, nacionalidades, sexos, posiciones sociales o económicas, ni, obviamente, a los roles genéricos que se dan en las relaciones interpersonales o familiares.

Hay personas de todos los tipos psicológicos posibles en cualquier sector poblacional, suficientemente amplio, que se quiera considerar. Tal afirmación incluye y, por lo tanto, también es válida, para la población general definida por los parentescos: padres, madres, hijos, hijas, abuelos, abuelas, hermanos, hermanas, etc.

Por lo tanto, carecen de sentido las tesis universales que atribuyan a cualquiera de esos grupos características generales de personalidad.

No obstante, si atendemos a buena parte de la propaganda actual, hay uno de esos grupos claramente beneficiados por ella. Se trata de las madres.

El dogma que va sedimentando dicha propaganda en el bagaje de prejuicios de esta cultura, consiste en que todas las madres, por el mero hecho de serlo, son buenas madres, o, dicho en otros términos, que toda madre quiere el bien de sus hijos e hijas y se afana en conseguirlo. Es decir que toda madre ama a sus hijos y su comportamiento con ellos se funda en dicha actitud.

Entre otras deducciones, se desprendería de tal dogma, que toda mujer, tenga la personalidad que tenga, sea como sea, cuando queda embarazada, o, al menos, cuando da a luz un neonato, iguala su personalidad a todas las demás madres, eliminando cualquier característica de su personalidad previa que pueda incidir negativamente en la actitud de amor hacia sus hijos.

Así, las mujeres anti-reales o aquellas que tuvieran defectos de irrealidad que pudieran incidir negativamente en el ejercicio de ser madres amorosas, corregirían sus respectivas esencias, y accederían al pleno ejercicio de su rol maternal fundado en el amor, por el mero hecho de haber accedido a ser madres.

A poco que se conozca de la naturaleza humana y del enorme peso que tiene el modo de ser aprendido en las etapas de desarrollo en la formación de la personalidad, resulta impensable que un estado natural como la maternidad pueda disolver dicha personalidad precedente y generar una nueva, libre de todo condicionante originado en la anterior.

En resumen, cada madre funcionará en su rol de madre según su propia personalidad y no todos los modos de ser son igualmente amorosos.

Por otro lado, en función de dichos modos de ser madre y de las circunstancias en que ocurra la maternidad, se producirán diferentes actitudes hacia los hijos que conllevarán sus correspondientes efectos formativos sobre estos.

En etapas relativamente recientes, muchas escuelas psicoanalíticas propusieron modelos teóricos al respecto de tales relaciones entre madres e hijos y sus diversas consecuencias en la formación de la personalidad de estos últimos.

Por ejemplo, en el enfoque que ofrece Erich Fromm[i] acerca del amor entre padres e hijos ― en el que efectúa una distinción muy clara entre el amor de la madre y el del padre hacia el hijo― Fromm expone lo siguiente:

«El amor infantil sigue el principio: «Amo porque me aman.» El amor maduro obedece al principio: «Me aman porque amo.» El amor inmaduro dice: «Te amo porque te necesito.» El amor maduro dice: «Te necesito porque te amo.». […] Las actitudes del padre y de la madre hacia el niño corresponden a las propias necesidades de ése. El infante necesita el amor incondicional y el cuidado de la madre, tanto fisiológica como psíquicamente. Después de los seis años, comienza a necesitar el amor del padre, su autoridad y su guía. La función de la madre es darle seguridad en la vida; la del padre, enseñarle, guiarlo en la solución de los problemas que le plantea la sociedad particular en la que ha nacido. En el caso ideal, el amor de la madre no trata de impedir que el niño crezca, no intenta hacer una virtud de la desvalidez. La madre debe tener fe en la vida, y, por ende, no ser exageradamente ansiosa y no contagiar al niño su ansiedad. Querer que el niño se torne independiente y llegue a separarse de ella debe ser parte de su vida. El amor paterno debe regirse por principios y expectaciones; debe ser paciente y tolerante, no amenazador y autoritario. Debe darle al niño que crece un sentido cada vez mayor de la competencia, y oportunamente permitirle ser su propia autoridad y dejar de lado la del padre.» (pp. 47-50)

Como no podría ser de otra manera, el amor materno, ejercido desde una sustantividad real, opera incondicionalmente en la infancia temprana aportando soluciones a las necesidades del niño para, acto seguido y cuando la estructura familiar lo permite, cooperar con el padre en el proceso de adquisición de su autonomía e independencia hasta acceder a disponer de una esencia real que caracterice su edad adulta.

La variedad de formas y grados en los que una madre puede perjudicar seriamente los procesos de realización de un hijo o una hija es enorme. Esto también se puede dar en el caso de los padres, si bien, por razones biológicas, sociológicas y por la diferencia en los papeles formativos a los que alude Fromm, la incidencia parece ser diferente.

Lo cierto es que uno de los defectos formativos más potencialmente lesivos, para la constitución de un «yo» realizado, consiste en la formación de vínculos sustantivos, a los que ya hice alusión en un artículo anterior de este mismo blog, titulado Los vínculos interpersonales que dañan el «yo».

En dicho artículo expuse que los tipos más relevantes de tales vínculos son los de posesión, los de control y los híbridos que se componen de formas combinadas de ambas modalidades.

Al respecto de las actitudes maternas potencialmente perjudiciales para la formación de la sustantividad de sus hijos, entre las que parecen pasar más inadvertidas para la población general en la actualidad, se encuentran las de posesión.

A menudo, en diversos tipos de relaciones se confunde la posesión con el amor, cuando son actitudes radicalmente opuestas.

En la medida en que alguien se apropia o intenta apropiar de otro ser humano, tenga la edad que tenga, ya le está dando tratamiento de objeto en vez de tratarlo como sujeto, lo cual, en edades formativas tiende a mermar radicalmente el potencial desarrollo de la autonomía e independencia de los hijos.

El enunciado «mi hijo/a» sin precisar tal expresión, debido a que su carácter polisémico puede encubrir una objetualización anti-sustantiva, del hijo o de la hija en cuestión, puede encontrarse en sistemas de creencias de tipo posesivo que operen generando resistencias muy fuertes al desenvolvimiento natural de la persona según sus etapas del desarrollo, lo cual es profundamente anti-natural.

Además, los procedimientos de apropiación indebida de los hijos, siempre incluyen estrategias de seducción y engaño, elaboradas con fines egoístas, que producen multitud de creencias irreales, con sus consiguientes actitudes en sus destinatarios.

Ahora bien, la enseñanza que se da mediante los vínculos posesivos, incluye patrones completos de funcionamiento del hijo en dos áreas nítidamente diferenciadas: a) la actitud que el hijo debe tener hacia la madre, y, b) la actitud que debe tener hacia el resto del mundo, y, en una parte muy significativa de casos, la que debe tener hacia el padre.

En tal reparto, generalmente, la madre quedará en una posición muy privilegiada que incluye la fidelidad plena del hijo a los intereses maternos; un vínculo sustantivo indisoluble con ella; la monopolización de su afecto; una actitud servicial incondicionada, etc.

En cuanto a las actitudes del hijo hacia el padre, en caso de que exista, no es nada raro encontrar que el hijo es programado para menospreciar la figura paterna frente a la materna; defender a la madre ante cualquier diferencia que ocurra entre ambos; mantener una actitud de desconfianza hacia él y cuestionar su autoridad frente a la de la madre, que se estipula como algo incuestionable, etc.

En lo que respecta a las actitudes hacia otras personas, en general, la programación incluye la defensa de los intereses del tándem madre-hijo; actitudes sistemáticas de ganar en los intercambios que establezca con otras personas; una carencia básica de generosidad, e, incluso, un marcado economicismo; la devaluación de las otras personas con las que se relacione en comparación con su propia autovaloración y la de su madre, etc.

Es obvio que, dicha constelación de actitudes programadas por la madre, se opondrán a la efectiva realización del hijo, al desarrollo de su propio sistema de creencias, al descubrimiento de la verdadera forma de ser de la madre, al establecimiento de relaciones interpersonales fundadas en un verdadero afecto, etc.

Desde el exterior, todo esto puede parecer “normal”, pero lo cierto es que estaremos en el caso de que una persona carezca de una sustantividad propia y del desarrollo de su propia personalidad; la ausencia de relaciones afectivas profundas con otras personas; que disponga de una autoestima estructural fundada en la valoración materna en vez de fundarla en su propia existencia; una ceguera funcional importante; y otras muchas características componiendo una estructura irreal.

Además, en el caso de que los vínculos sustantivos entren en estado de conflicto, los riesgos de padecer otros problemas más graves, crecen exponencialmente.

Para terminar, diré que no conozco ninguna otra especie en la que las madres opongan resistencia a que sus hijos adquieran plena independencia y autonomía con respecto a ellas.

 

[i] FROMM, ERICH; El arte de amar. Una investigación sobre la naturaleza del amor;  trad. de Noemí Rosenblatt; Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Barcelona, 1992

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