Blog de Carlos J. García

El hombre por encima de todo

Suena bien, atrayente y divertido. Se vende mejor que cualquier otro producto industrial o tecnológico. La libertad tiene imagen de marca, como la tienen la ciencia experimental, la democracia, el poder, el placer, la razón o el dinero.

Cuando alguien obedece a este santo y seña llega a pasárselo tan bien, como mal se lo haga pasar a los demás. Es uno de los distintivos del poder, individual o sindicado, ejercido en cualquier época.

Al llevarse a efecto, se lleva por delante la justicia, la empatía, la coexistencia interpersonal, la fidelidad, el amor, la verdad, la propiedad y cualquier otro tipo de bien que se considere.

Quien se rige por él es un generador inagotable de problemas para todo y todos aquellos que se encuentren a su alcance.

Ahora bien, siendo espeluznante que cualquier individuo opere en el mundo regido por un lema así, casi siempre ubicado en algún lugar de su cerebro que lo haga invisible a los demás, eso no es lo peor que puede darse.

Cuando este lema se convierte en dogma de una ideología concreta, que, a su vez, se trata de implantar de manera universal en toda la humanidad, llevando ya mucho camino recorrido tras de sí, es la humanidad la que debería sentirse aterrada consigo misma, si fuera consciente de tal proceso.

En esta enorme dimensión, dicho dogma cobra la forma: «la humanidad es radicalmente libre para hacer consigo misma y con el resto del universo lo que se le antoje, sin más limitación que el poder tecnológico del que disponga en cada momento, el cual va accediendo a ser omnipotente».

Se trata de la libertad y el poder absolutos de la humanidad, conjugados en una unidad funcional de intervención cuyo objeto no puede ser otro que la realidad, de la especie, de la vida y del universo.

La humanidad se diviniza a sí misma en esa ideología que se justifica a sí misma por perseguir el bien de la humanidad entera.

Ahora bien, el prototipo de divinidad que subyace a la misma no es el del Dios amor del catolicismo, sino el del Dios poder, presente en otras religiones rivales.

Ese Dios omnipotente que ha recibido el atributo de una absoluta arbitrariedad en el establecimiento de las reglas que imperen en el universo, según el cual si hubiera querido que el bien y el mal estuvieran invertidos, el bien sería el mal y el mal sería el bien. Es decir, un Dios todopoderoso, pero no infinitamente bueno.

En la práctica, la verdad, el bien y la belleza desaparecen del mapa. La naturaleza y la realidad del universo y del propio hombre, ya no hace falta conocerlas salvo como mera materia prima a la que el hombre dota de formas artificiales según su arbitrio.

El hombre práctico  triunfa sobre el hombre sabio aboliéndolo para siempre y se dispone a hacer un universo a su medida.

Este apartado de dicha ideología hunde sus raíces en algunos de los pensadores griegos de la época presocrática, como el sofista Protágoras, que en su obra Sobre la Verdad, afirmó: «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son»[i].

Otro ejemplo de la sofística de aquella época es Trasímaco de Calcedón (470-385 a. de C.), que  sostuvo que nada hay justo o injusto, verdadero ni falso. No hay más derecho natural que la fuerza. Lo justo es lo que aprovecha al más fuerte y lo que conviene al gobierno constituido. El bien es el poder, la ambición, el dominio y el prevalecer sobre los enemigos.[ii]

Quienes han fabricado esta ideología, que pretende ser la que triunfe de manera definitiva, parecen haber ido filtrando todo pensamiento anti-real que se haya propuesto a lo largo de la historia, aunque ubiquen su propio origen en el Renacimiento.

Ahora bien, la divinización de la humanidad no es lo mismo que la divinización de los hombres individuales.

Tampoco es toda la humanidad la que ha optado por dicha forma de divinización, sino solo una parte de ella, y ésta lo ha hecho, y lo está llevando a efecto, sin el conocimiento ni el consentimiento de la inmensa mayoría.

Lo esperable, por tanto, es que ese sindicato del poder que se pone por encima de todo, opere como la nueva divinidad sobre el resto de la humanidad y sobre el resto del universo, a los que desproveerá de toda realidad.

El ser humano de a pie, tentado por la seducción de la libertad, va cayendo en la trampa de desvincularse de religiones; filosofía; ética; historia; conocimiento; principios reales; diferencias que le caractericen: nacionales, credos, ideológicas, culturales, etc.; y hasta de su propio ser en tanto pierde su esencia, su identidad y una sustantividad real.

Dicho en otros términos, va dejando de ser algo y alguien para convertirse en nada, que es lo que, en última instancia, coincide con la libertad prometida.

El sueño del humanismo que consiste en una humanidad autónoma e independiente, solo puede terminar en una pesadilla si nos fijamos bien en todo aquello de lo que se independiza y todo aquello que somete a su arbitrio.

Tras todo esto se oculta que, tanto la humanidad como el resto de las especies, son algo en sí mismas debido a sus respectivas naturalezas reales y al complejísimo ecosistema en el que coexisten, sin olvidar las cadenas tróficas que sostienen la vida.

Un ser humano al que le molesten las reglas a las que se atiene o debe atenerse su naturaleza en múltiples órdenes, y que es incapaz de comprender su propia fragilidad y la de dicho ecosistema, mientras se obceca en hacer una ciencia monopolizada por exclusivos fines tecnológicos, no se pone por encima de la realidad, sino que destruyéndola se destruye a sí mismo.

 

[i] Véase BARNES, JONATHAN; Los Presocráticos; trad. Eugenia Martín López; Ediciones Cátedra S.A., Madrid, 1992

[ii] FRAILE, GUILLERMO; Historia de la Filosofía I. Grecia y Roma; Biblioteca de Autores Cristianos; novena reimpresión; Madrid, 2010 (p. 234)

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